«Quisiera ser un alma que constantemente cante: “Servir al Señor con alegría”. Con la alegría no sentida, no gustada, sino creída. Que la fe sea “quien alimente mi alegría sobrenatural”» (Beato Manuel González, "En busca del Escondido", 7ª ed., p.75)
Hoy parece que la alegría es una conducta difícil de encontrar en muchas personas, más bien casi es excepcional. Modales ásperos, actitudes impacientes, a veces duras, gente que parece amargada y con rostro abatido. Esto lo vemos en la calle y puede convertirse en algo habitual.
Así mismo, descubrimos muchos cristianos con una actitud resignada en la realización rutinaria de las obligaciones religiosas, en su postura aburguesada y en la falta de alegría en las celebraciones. Como si creer en Dios fuese una carga, una costumbre o una obligación, llegando a dar la impresión de que el Señor es un «aguafiestas» de la felicidad. Esto no muestra que una vida dedicada a Él es motivo de gozo y alegría.
Sin embargo, nosotros sabemos que «Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: “sin el Creador la criatura se diluye”» (Benedicto XVI, Mensaje para la JMJ de 2011).
Por eso, la alegría de un cristiano no es cerrar los ojos a la realidad del sufrimiento que hay en el mundo, ni es fruto de un temperamento que todo lo ve positivo o de alguien que dice no tener problemas. Un creyente también experimenta la dureza de la vida y pasa por las mismas dificultades y tiene las mismas debilidades que cualquier persona.
La razón de esa alegría está más allá de la que se puede experimentar cuando las cosas salen bien. Es una alegría que se encuentra en el interior, nace de la relación íntima con Jesucristo y está sostenida por la fe en Él. Un creyente es una persona que vive alegre y contribuye a crear alegría en los ambientes en que se mueve, y la transparenta a todos los que le rodean. Manifestar una vida alegre es un rasgo característico del cristiano.
«Si esta alegría resurge en nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes. Sin esta alegría no somos capaces de convencer. Donde está presente, incluso sin pretenderlo, posee una fuerza misionera. En efecto, suscita en los hombres la pregunta de si aquí se halla verdaderamente el camino, si esta alegría guía efectivamente tras las huellas de Dios mismo» (Benedicto XVI, Homilía, 30/08/2009).
Mirando a la realidad actual nos damos cuenta de que, hoy igual que siempre, nuestra sociedad está necesitada de testigos alegres de la fe, seguidores de Jesús que a pesar de sus crisis, vacilaciones y conflictos dolorosos puedan hablar de una experiencia gozosa con Él. Por eso, solo desde la alegría de la fe se puede tomar la determinación de vivir sinceramente según las exigencias del evangelio de Jesús.
El Bto. Manuel González tenía la alegría propia del lugar donde nació, «pero esa alegría propia de su temperamento optimista y jovial, muchas veces era fruto maduro de sus vencimientos. Reía dolido por el desengaño, torturado por la enfermedad, reía no por él, sino por los demás; para que nadie notara sus penas y para aliviar las de aquellos que le rodeaban, y hasta en sus bromas brillaba el apóstol: “Que yo me dé todo y me dé con alegría”, es su propósito constante. Bendita alegría sobrenatural; la mejor traducción de aquel grito exultante de S. Pablo cargado de cadenas: “sobreabundo de gozo en medio de mis tribulaciones” (2 Cor 7, 4)» (El Obispo del Sagrario abandonado, 6ª ed., p. 469).
Hna. Mª Leonor Mediavilla, m.e.n.
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