ARTÍCULOS DE INTERÉS

Afectividad y eucaristía

No estoy seguro del significado exacto de la palabra `afectividad' en español. En inglés `affectivity' implica no sólo la capacidad de amar, sino también nuestra forma de amar como seres sexuales, dotados de emociones, cuerpo y pasiones. En el cristianismo hablamos mucho sobre el amor, pero tenemos que amar como las personas que somos, sexuales, llenos de deseos, de fuertes emociones y de la necesidad de tocar y estar cerca del otro.

Aunque el sociólogo polaco Zygmunt BAUMAN ha introducido este sugestivo término gracias a una larga colección de títulos, nos referimos ahora en concreto a Amor líquido.[1]

Ya en 1914, el monje benedictino Lambert Beauduin escribía que la verdadera "piedad" de la Iglesia (que para él es la liturgia) no tiene nada que ver con la "devoción"; es más, pretendiendo corregir desviaciones de su época (¿solo de la suya?) en la vivencia de los sacramentos, y en concreto de la Eucaristía, afirma: "más de un alma piadosa se escandalizaría quizá si alguien le dijera que el objetivo principal de nuestro Señor, al instituir la Eucaristía, no es el de ser huésped permanente de nuestros sagrarios, sino el de obrar cada día, en cada miembro de Cristo, el misterio de la muerte y de la vida de la cabeza por medio del sacrificio y el sacramento eucarístico"[2].

Es extraño que no se nos de bien hablar de esto, porque el cristianismo es la más corporal de las religiones. Creemos que Dios creó estos cuerpos y dijo que eran muy buenos. Dios se hizo corporal en medio de nosotros, un ser humano como nosotros. Jesús nos dio el sacramento de su cuerpo y prometió la resurrección de nuestros cuerpos. Así pues deberíamos sentimos en casa en nuestra naturaleza corporal, apasionada... ¡y cómodos al hablar de afectividad! Pero a menudo cuando la Iglesia habla de esto, la gente no queda convencida. ¡No tenemos demasiada autoridad cuando hablamos de sexo! Quizás Dios se encarnó en Jesucristo pero nosotros todavía estamos aprendiendo a encarnamos en nuestros propios cuerpos. ¡Tenemos que bajar de las nubes!

En una ocasión en que San Juan Crisóstomo estaba predicando sobre sexo notó que algunos se estaban ruborizando y se indignó: «¿Por qué os avergonzáis? ¿Es que esto no es puro? Os estáis comportando como herejes'.» Pensar que el sexo es repulsivo es un fracaso de la auténtica castidad y, según nada menos que Santo Tomás de Aquino, ¡un defecto moral! (II, II, 142.1) Tenemos que aprender a amar como los seres sexuales y apasionados -a veces un poco desordenados- que somos, o no tendremos nada que decir sobre Dios, que es amor.

Quiero hablar de la última Cena y la sexualidad. Puede que suene un poco extraño, pero pensad en ello un momento. Las palabras centrales de la última Cena fueron «Este es mi cuerpo y os lo doy». La eucaristía, como el sexo, se centra en el don del cuerpo. ¿Os habéis dado cuenta de que la primera carta de San Pablo a los corintios se mueve entre dos temas: la sexualidad y la eucaristía? Y es así porque Pablo sabe que necesitamos entender la una a la luz de la otra. Comprendemos la eucaristía a la luz de la sexualidad, y la sexualidad a la luz de la eucaristía

Para nuestra sociedad es muy difícil entender esto porque tendemos a ver nuestros cuerpos simplemente como objetos que nos pertenecen. El otro día vi un libro sobre el cuerpo humano que se titulaba: «Hombre: todos los modelos, formas; tamaños y colores. Manual de usuario Haynes para propietarios. (Haynes es la imprenta de una serie de manuales de todas las marcas de coches).» Era el tipo de manual del propietario que te dan con un coche o una lavadora. Si piensas en tu cuerpo de esa manera, como algo más bien importante que posees junto con otras cosas, entonces los actos sexuales no son especialmente significativos. Puedo hacer lo que me parezca con mis cosas en tanto en cuanto no haga daño a nadie. Puedo usar mi lavadora para mezclar pintura o hacer pasteles. Es mía. Y según esto ¿por qué no puedo hacer lo que yo quiera con mi cuerpo? Esta es nuestra forma natural de pensar porque a partir del siglo XVII hemos absolutizado bastante los derechos de los propietarios. Ser humano es poseer.

Pero la última cena apunta hacia una tradición más antigua y más sabia. El cuerpo no es simplemente una cosa que poseo, soy yo, es mi ser como don recibido de mis padres, y de sus padres antes de ellos, y en última instancia de Dios. Por eso cuando Jesús dice `Este es mi cuerpo y yo os lo entrego', no está disponiendo de algo que le pertenece, está pasando a los demás el don que Él es. Su ser es un don del Padre que Él está transmitiendo.

Generalmente se ve la ética sexual cristiana como restrictiva comparada con las costumbres contemporáneas. ¡La Iglesia te dice exactamente lo que no te está permitido hacer! En realidad la base de la ética sexual cristiana es el aprendizaje de cómo vivir relaciones de entrega mutua.

La relación sexual está llamada a ser una forma de vivir esa entrega de si mismo. Aquí estoy, y me entrego a ti, con todo lo que soy, ahora y por siempre. Entonces la eucaristía nos ayuda a entender lo que significa para nosotros ser seres sexuales y nuestra sexualidad nos ayuda a comprender la eucaristía. Generalmente se ve la ética sexual cristiana como restrictiva comparada con las costumbres contemporáneas. ¡La Iglesia te dice exactamente lo que no te está permitido hacer! En realidad la base de la ética sexual cristiana es el aprendizaje de cómo vivir relaciones de entrega mutua.

La última cena fue un momento de crisis inevitable en el amor de Jesús por sus discípulos. Este fue el momento por el que tuvo que pasar en su camino del nacimiento a la resurrección, el momento en el que todo explotó. Fue vendido por uno de sus amigos; la roca, Pedro, estaba a punto de negarle, y la mayoría de sus discípulos saldrían corriendo. ¡Como de costumbre fueron las mujeres las que se mantuvieron tranquilas y permanecieron con él hasta el final! Jesús en la última Cena no salió huyendo de la crisis sino que tomó el toro por los cuernos. Tomó la traición, el fracaso del amor y lo transformó en un momento de donación: `Me entrego a vosotros. Vosotros me entregaréis a los romanos para que me maten. Me entregaréis a la muerte, pero yo hago de este momento un momento de don, ahora y por siempre.'

Llegar a ser gente madura que ama significa que nos encontraremos con estas crisis inevitables, en las que parece que el mundo se hace añicos. Esto ocurre con mucho dramatismo cuando somos adolescentes, y puede ocurrir toda nuestra vida, tanto si nos casamos como si nos hacemos religiosos o sacerdotes. Con frecuencia la gente tiene este tipo de crisis cinco o seis años después de hacer su compromiso, en el matrimonio o la ordenación sacerdotal. Tenemos que afrontarlas.

Jesús podría haberse escapado saliendo por la puerta de atrás y haber huido. Podría haber rechazado a los discípulos y no haber tenido nada más que ver con ellos. Pero no, él afrontó el momento en fe. Y solamente seremos capaces de ayudar a la gente joven a hacer esto si nosotros mismos hemos pasado por momentos así y los hemos afrontado. ¡Yo ciertamente lo he hecho! Recuerdo que unos años después de la ordenación me enamoré fuertemente de alguien. Por primera vez aquí estaba alguien con quien me casaría encantado y que estaría encantada de casarse conmigo. Aquí estaba el momento de la elección. Yo había hecho profesión solemne con alegría, amaba a mis hermanos y hermanas dominicos, amaba la misión de la Orden. Pero cuando hice la profesión tenía una pequeña burbuja de fantasía en la cabeza: `Me pregunto cómo sería estar casado'.

En ese momento tuve que aceptar la elección que había hecho en mi profesión solemne, o mejor, tenía que aceptar la elección que Dios había hecho por mí, que esta era la vida a la que Dios me llamaba. Fue un momento doloroso, pero también un tiempo de felicidad. Era muy feliz porque amaba a esta persona, y todavía somos muy buenos amigos. Era un momento de felicidad porque estaba siendo liberado de la fantasía que yo había mantenido viva en la profesión solemne. Poco a poco estaba bajando de las nubes. Mi corazón y mi mente estaban teniendo que encarnarse en la persona que soy, con la vida que Dios ha elegido para mí, en carne y hueso. La crisis me hizo poner los pies en la tierra.

Para la mayoría de nosotros esto no ocurre solamente una vez. Podemos atravesar varias crisis de afectividad a lo largo de nuestra vida. Yo ciertamente las he pasado y quién sabe lo que puede haber a la vuelta de la esquina. Pero tenemos que afrontarlas, como hizo Jesús en la última Cena, con coraje y confianza. Entonces, si lo hacemos, poco a poco entraremos en nuestro mundo real de carne y hueso.

Un benedictino irlandés llamado Mark Patrick Hederman escribió, "El amor es el único ímpetu que es suficientemente desbordante como para forzarnos a abandonar el confortable refugio de nuestra bien armada individualidad, despojamos de la impenetrable concha de autosuficiencia, y salir gateando desnudos a la zona de peligro que está más allá, el crisol donde la individualidad es purificada para hacerse persona. " Y si no creéis a un benedictino irlandés, seguro que creeréis a santo Tomás de Aquino: `La persona que ama debe por tanto aflojar ese cerco que le mantenía dentro de sus propios límites. Por esa razón se dice del amor que derrite el corazón: el que está derretido ya no está contenido dentro de sus propios límites, muy al contrario de lo que ocurre en ese estado que corresponde a la `dureza de corazón'. Solamente el amor rompe nuestra dureza de corazón y nos da corazones de carne.

Abrirse al amor es muy peligroso. Uno probablemente se haga daño. La última Cena es la historia del riesgo del amor. Es por esto por lo que Jesús murió, porque amó. Uno despertará deseos y pasiones profundas y desconcertantes, puede correr peligro de arruinar la propia vocación o de vivir una doble vida. Necesitará de la gracia si quiere sortear los peligros, pero no abrirse al amor es aún más peligroso, es mortal. Escuchad a C. S. Lewis: `Amar en cualquier caso es ser vulnerable. Ama algo y tu corazón ciertamente estará partido y posiblemente roto. Si quieres asegurarte de mantenerlo intacto, no debes entregarle tu corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Envuélvelo cuidadosamente en hobbies y pequeños lujos; evita todo enredo amoroso; enciérralo seguro en la urna o el ataúd de tu egoísmo. Pero en la urna -segura, oscura, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa a la tragedia, o al menos al riesgo de tragedia, es la condenación. El único sitio aparte del cielo donde puedes estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el infierno.

Cuando celebramos la eucaristía recordamos que la sangre de Cristo es derramada `por ti y por todos'. El misterio del amor en lo más profundo es a la vez particular y universal. Si nuestro amor es sólo particular, entonces corre el riego de volverse introvertido y sofocante. Si es solamente un vago amor universal por toda la humanidad, entonces corre el riego de volverse vacío y sin sentido. La tentación para una pareja debe de ser tenerse un amor que es intenso pero encerrado y exclusivo. A menudo se salva de ser destructivo gracias a la llegada de una tercera persona, el niño que expande su amor. La tentación de los célibes podría ser tender hacia un amor que es solamente universal, un vago y cálido amor por toda la humanidad. Dickens nos habla en Bleak House de Mrs. Jellyby que tenía una `filantropía telescópica', porque no podía ver nada que estuviera más acá de África. Amaba a los africanos en general, pero ni siquiera se percató de la existencia de sus propios hijos.

No podemos refugiamos en esa filantropía telescópica. Acercarse al misterio del amor significará también que amaremos personas concretas, algunas con amistad, otras con profundo afecto. Tenemos que aprender a integrar esos amores en nuestra identidad como religiosos, como casados o solteros. Me dicen que en el pasado se solía advertir a los religiosos contra las `amistades particulares'. Nuestro venerable Gervase Matthew siempre decía que ¡le daban más miedo las `enemistades particulares'!

Bede Jarret, OP., fue provincial de la provincia de Inglaterra de los dominicos en los años 30. En una ocasión escribió una carta preciosa a un joven benedictino llamado Hubert van Zeller, que llegó a ser un famoso autor espiritual después de la guerra. Este joven monje se había enamorado de alguien a quien sólo conocemos como P. Fue una experiencia espantosa. Temía que fuera el final de su vocación religiosa. Bede vio que era el principio. Permitidme que os lea una larga cita. Es impresionante pensar que está escrita hace setenta años.

`Me alegro (de que te hayas enamorado) porque creo que tu tentación ha sido siempre hacia el puritanismo, una estrechez, una cierta falta de humanidad. Tu tendencia era casi hacia la negación de la santificación de la materia. Estabas enamorado del Señor pero no auténticamente enamorado de la encarnación. Estabas realmente asustado. Pensaste (aquí me tienes achacándote toda clase de maldades sin permiso) que si en algún momento te relajabas saltarías por los aires. Estabas lleno de inhibiciones. Casi te mataron. Casi mataron tu humanidad. Te daba miedo la vida porque querías ser santo y sabías que eras un artista. El artista que hay en ti veía belleza por todas partes; el hombre que quería ser santo en ti decía «Caramba, pero eso es terriblemente peligroso», el novicio dentro de ti decía «mantén los ojos bien cerrados», el Claud (su nombre de pila) casi saltó por los aires. Si P no hubiera entrado en tu vida, podrías haber explotado. Creo que P salvará tu vida. Diré una misa en acción de gracias por lo que P ha sido, y hecho, por ti. Hace mucho tiempo que necesitabas de P. Tus parientes no podrían sustituirla. Tampoco los viejos y corpulentos provinciales.

¡No estoy sugiriendo que deberíamos salir todos corriendo de aquí a intentar buscar alguien a quien amar! Dios nos envía los amores y las amistades que son parte de nuestro camino hacia Él, que es la plenitud del amor. Esperamos a quienes Dios nos envía y cuándo y cómo Él los envía. Pero cuando llegan, entonces debemos afrontar el momento, como hizo Jesús en la última Cena.

Cuando amemos a alguien profundamente, entonces tendremos que aprender a ser castos. Cada uno, soltero, casado o religioso está llamado a la castidad. Esta no es una palabra popular en estos días, suena mojigata, fría, distante, medio muerta, nada atractiva. Herbert McCabe OP escribió que `la castidad que no es una manifestación de amor, es meramente el cadáver de la verdadera castidad'.

La castidad no es en primer lugar la supresión del deseo, al menos según la tradición de Santo Tomás de Aquino. El deseo y las pasiones contienen verdades profundas sobre quiénes somos y qué necesitamos. El simplemente suprimirlas nos hará seres muertos espiritualmente o hará que algún día nos disparemos. Tenemos que educar nuestros deseos, abrir sus ojos a lo que realmente quieren, liberarlos de los pequeños placeres. Necesitamos desear más profundamente y con mayor claridad.

Santo Tomás escribió algo que es fácilmente mal entendido. Decía que la castidad es vivir conforme al orden de la razón (11,11,151.1). Esto suena muy frío y cerebral, como si ser casto fuera una cuestión de poder mental. Pero para Tomás `ratio' significa vivir en el mundo real, `de conformidad con la verdad de las cosas reales. Es decir, vivir en la realidad de quién soy y quiénes son realmente las personas a las que amo. La pasión y el deseo pueden llevamos a vivir en la fantasía. La castidad nos hace bajar de las nubes, viendo las cosas como son. Para los religiosos, o a veces para los solteros, puede darse la tentación de refugiarse en la fantasía perniciosa de que somos etéreas figuras angelicales, que no tienen nada que ver con el sexo. Eso puede parecer castidad, pero es una perversión de la misma. Esto me recuerda a uno de mis hermanos que fue a decir Misa a un convento. La hermana que le abrió la puerta le miró y dijo: `Ah, es usted, Padre. Estaba esperando a un hombre».

El amor empieza cuando somos curados de esta ilusión y estamos cara a cara con una persona real y no con una proyección de nuestros deseos.

Es difícil imaginar una celebración del amor más realista que la última Cena. No tiene nada de romántica. Jesús les dice a sus discípulos sencilla y llanamente que esto es el final, que uno de ellos le ha traicionado, que Pedro le negará, que los demás huirán. No es una escena de amorcitos a la luz de las velas en un restaurante; esto es realismo llevado al extremo. Un amor eucarístico nos enfrenta de lleno con la complejidad del amor, con sus fracasos y su victoria final.

¿Cuáles son las fantasías en las que nos puede atrapar el deseo? Yo sugeriría dos. Una es la tentación de pensar que la otra persona lo es todo, todo lo que buscamos, la solución a todos nuestros anhelos. Esto es un capricho pasajero. La otra es no ver como es debido la humanidad de la otra persona, para hacerla simplemente carne de consumo. Esto es la lujuria. Es tas dos ilusiones no son tan diferentes como podrían parecer primera vista, la una es el reflejo exacto de la otra.

Supongo que todos nosotros hemos conocido momento; de total encaprichamiento, cuando alguien se convierte en el objeto de todos nuestros deseos, y en símbolo de todo lo que hemos anhelado, en la respuesta a todas nuestras necesidades. Si no llegamos a ser uno con esa persona, entonces nuestra vida no tiene sentido, está vacía. La persona amada llega a ser para nosotros la respuesta a ese pozo de necesidad grande y profundo que descubrimos dentro de nosotros. Pensamos en esa persona todo el día.

Como Shakespeare escribió tan bien:

«De día mis miembros y de noche mi mente no encuentran paz ni para ti ni para mi»

O, para ser un poco más actual, la cara del amado es como el salvapantallas del ordenador. En el momento que uno se para a pensar en alguna otra cosa, ahí lo tienes. Es como una prisión, una esclavitud, pero una esclavitud que no queremos dejar. Divinizamos a la persona amada, y la ponemos en el lugar de Dios. Por supuesto lo que estamos adorando es nuestra propia creación, es una proyección. Quizás casi todo amor verdadero pasa por esta fase obsesiva. La única cura para esto es vivir día a día con la persona amada y ver que no es Dios, sino solamente su hijo o hija. El amor empieza cuando somos curados de esta ilusión y estamos cara a cara con una persona real y no con una proyección de nuestros deseos. Como dice Octavio Paz: «El amor descubre la realidad al deseo.

¿Qué buscamos en todo esto? ¿Qué nos mueve a encaprichamos? Yo sólo puedo hablar personalmente. Yo diría que lo que ha habido siempre detrás de mis turbulencias emocionales ha sido el deseo de intimidad. Es el anhelo de ser totalmente uno, de disolver los límites entre uno mismo y otra persona, para perderse en otra persona, para buscar la comunión pura y total. Más que pasión sexual, creo que es la intimidad lo que buscan la mayoría de los seres humanos. Si vamos a vivir pasando por crisis de afectividad, creo que entonces tenemos que aceptar nuestra necesidad de intimidad.

Nuestra sociedad está construida alrededor del mito de la unión sexual como culminación de toda intimidad. Este momento de ternura y de la unión física total es el que nos lleva a la intimidad total y la comunión absoluta. Mucha gente no tiene esta intimidad porque no están casados, o porque sus matrimonios no son felices, o porque son religiosos o sacerdotes. Y podemos sentimos excluidos injustamente de aquello que es nuestra necesidad más profunda. ¡Esto no parece que sea justo! ¿Cómo puede excluirme Dios de este deseo profundo?

Yo creo que cada ser humano, casado o soltero, religioso o laico, tiene que aceptar las limitaciones de la intimidad que podemos conocer ahora. El sueño de comunión plena es un mito, que lleva a algunos religiosos a desear estar casados, ya muchos casados a desear estarlo con otra persona diferente.

La intimidad verdadera y feliz sólo es posible si aceptamos sus limitaciones. Podemos proyectar en las parejas de casados una intimidad total y maravillosa que es imposible, pero que es la proyección de nuestros sueños. El poeta Rilke entendió que no podría haber verdadera intimidad entre una pareja hasta que uno no cae en la cuenta de que cada cual en cierta forma permanece solo. Cada ser humano conserva soledad, un espacio a su alrededor, que no puede ser eliminado. "Un buen matrimonio es aquel en el que cada cual nombra al otro guardián de su soledad, y le muestra su confianza, lo más grande que puede entregarle... Una vez que se acepta que incluso entre los seres humanos más cercanos sigue existiendo una distancia infinita, puede crecer una forma maravillosa de vivir uno al lado del otro, si logran amar la distancia que existe entre ellos que le permite a cada cual ver en su totalidad el perfil del otro recortado contra un amplio cielo`."

Ciertamente ninguna persona puede ofrecemos esa plenitud de realización que deseamos. Eso solamente se encuentra en Dios. Rowan Williams, Arzobispo de Canterbury y hombre casado, escribió, "El yo se vuelve adulto y veraz al enfrentarse con el carácter incurable de su deseo: el mundo es tal que ninguna cosa otorgará al yo una identidad colmada y completa ". O, para citar a Jean Vainier, La soledad es parte del ser humano/ porque no existe nada que pueda llenar completamente las necesidades del corazón humano.

Para los que están casados es posible una maravillosa intimidad una vez que, como dice Rilke, se acepta que somos guardianes de la soledad de la otra persona. Y los que somos solteros o célibes, podemos descubrir también una intimidad con los otros profundamente hermosa. Intimidad viene del latín intimare, que significa estar en contacto con lo que está más al interior de otra persona. Como religioso, mi voto de castidad me posibilita el ser increíblemente íntimo con otras personas. Porque no tengo intenciones ocultas, y mi amor no debería ser devorador o posesivo; es por lo que puedo acercarme muchísimo al fondo de la vida de la gente.

La trampa opuesta al encapricha miento no es hacer de la otra persona Dios, sino hacerles un simple objeto, algo con lo que satisfacer mis necesidades sexuales. La lujuria nos cierra los ojos a la persona. del otro, a su fragilidad y su bondad. Santo Tomás dice, escribiendo sobre la castidad, que el león ve al venado como comida, y la lujuria nos hace cazadores, depredadores que ven algo que devorar. Queremos simplemente un poco de carne, algo que poder devorar. Una vez más la castidad es vivir en el mundo real. La castidad nos abre los ojos para ver que lo que tenemos delante es efectivamente un cuerpo hermoso, pero ese cuerpo es alguien. Ese cuerpo no es un objeto sino un sujeto. Nuevamente cito a Hederman, `El voto de castidad evita que el instinto natural del cazador ponga trampas y salte sobre otros como un depredador. Lo que ha sido tan estremecedor en estas historias de abusos sexuales frecuentemente es el hecho de que a menudo haya sido cuidadosamente planeado.

Puede dar la impresión de que la lujuria es pasión sexual fuera de control, deseo sexual salvaje. Pero San Agustín, que entendió el sexo muy bien, creía que la lujuria tenía que ver con el deseo de dominar a otras personas más que con el placer sexual. La lujuria es parte de la libido dominandi el impulso de hacemos con el control y convertimos en Dios. La lujuria tiene más que ver con el poder que con el sexo. Como escribió Sebastián Moore, `La lujuria, pues, no es pasión sexual fuera del control de la voluntad, sino pasión sexual como tapadera de la voluntad de ser Dios... La tarea que tenemos delante no es `someter la pasión sexual a la voluntad, sino devolverla al deseo, cuyo origen y fin es Dios, cuya liberación es la gracia de Dios manifestada en la vida, las enseñanzas, la crucifixión y resurrección de Jesucristo.

El primer paso para superar la lujuria no es suprimir el deseo, sino restaurarlo, liberarlo, descubrir que el deseo es por una persona y no por un objeto. Muchos de los tristes escándalos de abuso sexual de menores han venido de sacerdotes o religiosos que eran incapaces de enfrentarse a relaciones adultas con iguales. Solamente podían buscar relaciones en las que ellos tenían el poder y el control. Ellos tenían que permanecer invulnerables. En la última Cena, Jesús toma el pan y lo da a los discípulos diciendo `Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros'. Él se entrega a sí mismo. En lugar de tomar el control sobre ellos, se entrega a los discípulos para que hagan con él lo que quieran. Y nosotros sabemos lo que harán. Es la inmensa vulnerabilidad del amor verdadero.

La lujuria y el capricho pasajero pueden parecer dos cosas muy diferentes y sin embargo son reflejo la una de la otra. En el encaprichamiento uno convierte a la otra persona en Dios, y en la lujuria uno mismo se hace Dios. En el primer caso, uno se hace a sí mismo totalmente falto de poder, y en el segundo uno se arroga poder absoluto. Rowan William escribió que el amor `se mueve entre el egoísmo y la abnegación’. Te da un intenso sentido de ti mismo, y al mismo tiempo te hace desaparecer del mapa. Quizás la lujuria se da si prevalece el egoísmo, y el capricho pasajero si la abnegación es tan total que uno pierde toda identidad.

Así pues castidad es vivir en el mundo real, viendo al otro como él o ella es y a mí mismo como soy. No somos ni divinos ni simplemente un trozo de carne. Los dos somos hijos de Dios. Tenemos nuestra historia. Hemos hecho votos y promesas. El otro tiene compromisos, quizás con una pareja o esposo. Nosotros como sacerdotes o religiosos nos hemos entregado a nuestras órdenes o diócesis. Es tal como estamos, comprometidos y ligados a otros compromisos, como podemos aprender a amar con corazones y ojos abiertos.

Esto es duro porque vivimos en el mundo de internet y la World Wide Web. Es el mundo de la realidad virtual, donde podemos vivir en mundos de fantasía como si fueran reales. Vivimos en una cultura a la que le resulta difícil distinguir entre fantasía y realidad. Todo es posible en el mundo cibernética. Por eso la castidad es difícil. Es el dolor de descubrir la realidad. ¿Cómo podemos bajar a tierra?

Yo sugeriría tres pasos. Tenemos que aprender a abrir los ojos y ver los rostros de quienes están delante de nosotros. ¿Con qué frecuencia abrirnos realmente los ojos para mirar a la cara de la gente y verles como son? Brian Pierce, OP., un dominico de Estados Unidos, va a publicar pronto un libro que compara el pensamiento de Meister Eckhart, el místico dominico del siglo XIV, y Thich Nhat Hanh, un budista del siglo XX. Para ambos, el comienzo de la vida contemplativa es estar en el momento presente, lo que el budista llama `consciencia'. Sólo es real el momento presente. Estoy vivo en este momento, y por tanto es en este momento en el que puedo encontrarme con Dios. Tengo que aprender la serenidad de dejar de inquietarme por el pasado y por el futuro. Ahora, el momento presente, es cuando comienza la eternidad. Eckhart pregunta, «¿Qué es hoy?». Y él contesta, «Eternidad».

En la última Cena Jesús agarró ese momento presente. En lugar de inquietarse por lo que Judas había hecho, o porque los soldados se estaban acercando, el vivió el ahora, y tomó el pan y lo partió y lo entregó a los discípulos diciendo, `Este es mi cuerpo, entregado por vosotros'. Cada eucaristía nos sumerge en ese ahora eterno. Es en este momento cuando podemos hacernos presentes a la otra persona, callados y quietos en su presencia. Ahora es el momento en el que puedo abrir los ojos y mirarla. Porque estoy tan ocupado, corriendo por todas partes, pensando en lo que pasará después, que puede ocurrir que no vea la cara que tengo frente a mí, su belleza y sus heridas, sus alegrías y sus penas. ¡En fin, la castidad implica abrir los ojos!

En segundo lugar, puedo aprender el arte de estar solo. No puedo estar a gusto con la gente a menos que sea capaz de sentirme a gusto solo algunas veces. Si me da miedo la soledad, entonces tomaré a otra gente no porque me deleite en ellos, sino como solución a mi problema. Veré a la gente simplemente como una forma de llenar mi vacío, mi espantosa soledad. Por tanto no seré capaz de alegrarme en ellos por su propio bien. Así que cuando uno esté presente con otra persona, que esté verdaderamente presente, y cuando está solo que aprenda a amar la soledad. De no ser así cuando uno está con otra persona, ¡se pegará a ella y la sofocará!

Finalmente, cada sociedad vive de sus historias. Nuestra sociedad tiene sus historias típicas. A menudo son historias románticas. El chico conoce a la chica (o a veces el chico cono ce al chico), se enamoran y viven felices para siempre. Es una buena historia que se da con frecuencia. Pero si pensamos que es la única historia posible viviremos con posibilidades demasiado reducidas. Nuestra imaginación necesita ser alimentada con otras historias que nos hablen de formas de vivir y amar. Necesitamos abrir a los jóvenes la enorme diversidad de formas en las que podemos encontrar sentido y amor. Por eso eran tan importantes las vidas de los santos. Nos mostraban que había diferentes formas de amar heroicamente, como personas casadas o solteras, como religiosos o laicos. Yo me sentí muy conmovido por la biografía de Nelson Mandela, The Long Road to Freedom. Es un hombre que dio toda su vida por la causa de la justicia y el derrocamiento del apartheid, y eso significó que no tuvo la clase de vida matrimonial que anhelaba, puesto que pasó años en la cárcel.

Así pues el primer paso de la castidad es bajar de las nubes. Muy rápidamente mencionaré otros dos pasos. El segundo paso, muy brevemente, es abrimos al amor, para que no queden pequeños mundos a los que me repliego. El amor de Jesús se nos muestra cuando toma el pan y lo parte para que pueda ser compartido. Cuando descubrimos el amor no debemos conservarlo en un pequeño armario privado para nuestro deleite personal, como una secreta botella de whisky, guardada a escondidas para nuestro disfrute personal. Tenemos que compartir nuestros amores con nuestros amigos y con aquellos que amamos. De esta forma el amor particular se hace expansivo y sale al encuentro de la universalidad.

Sobre todo uno puede ensanchar el espacio para que Dios habite en cada amor. En cada historia concreta de amor puede vivir el misterio total del amor, que es Dios. Cuando amamos profundamente a alguien, Dios está ya ahí. Más que ver nuestros amores en competencia con Dios, éstos nos ofrecen lugares en los que podemos montar su tienda. Como Bede Jarret decía a Hubert van Séller, «Si pensaras que lo único que puedes hacer es retirarte a tu concha, nunca verías cuán amoroso es Dios... Debes amar a P. y buscar a Dios en P... Disfruta su amistad, paga el precio del dolor que trae consigo, recuérdalo en tu Misa y deja que Él sea la tercera persona en ese amor». La apertura de la Amistad Espiritual [de Aelred of Rivaulx]: «Aquí estamos, tú y yo, y espero que entre nosotros Cristo sea un tercero». Es precioso, ¿verdad? Si te alejas del amor nunca conocerás cuan amoroso es Dios. Pero a menos que dejes entrar a Dios en ese amor, y le honres ahí, nunca verás el misterio de ese amor. Si separamos nuestro amor a Dios y nuestro amor a las personas concretas, ambos se volverán agrios y enfermizos. Eso es lo que significa tener una doble vida.

El tercer paso, quizás el más difícil, es que nuestro amor ha de liberar a las personas. Todo amor, ya sea entre personas casadas o solteras, tiene que liberar. El amor entre marido y mujer debe abrir grandes espacios de libertad. Y esto es aún más cierto para los que somos sacerdotes o religiosos. Tenemos que amar para que los demás sean libres para amar a otros más que a nosotros. San Agustín llama amigo del novio, amicus sponsi, al obispo. En inglés decimos `the best man' en la boda. El `best man' no trata de que la novia se enamore de él, ¡ni siquiera las damas de honor!, él está señalando hacia otro.

En una ocasión un dominico francés comparó a Dios con un caballero inglés, que es tan inmensa mente discreto que no quiere imponerse de ninguna forma sobre aquellos a los que ama. Abrirá la puerta y se asomará para asegurarse de que están a gusto con su presente inamorato y después, por más que desearía quedarse, desaparecerá para no molestarles. Como dijo CS. Lewis, `Es un privilegio divino ser siempre no tanto el amado como el amante". Dios es siempre el que ama más de lo que es amado. Esa puede que sea nuestra vocación muy a menudo. Como dijo Auden: `Si el amor no puede ser igual que sea yo el más amante.

Esto implica negarse a dejar que la gente se vuelva demasiado dependiente de uno y no ocupar el centro de sus vidas. Uno debe estar siempre buscando otras formas de apoyo para la gente, otros pilares, para que nosotros podamos dejar de ser tan importantes. Así la pregunta que uno debe hacerse siempre es: ¿Está haciendo mi amor más fuerte a esta persona, más independiente, o la está haciendo más débil, y dependiente de mí?

¡Ya vale! Tengo que parar ahora, tras una última reflexión. Aprender a amar es un asunto difícil. No sabemos a dónde nos llevará. Nos encontraremos nuestra vida vuelta del revés. Seguramente a veces nos haremos daño. Sería más fácil tener corazones de piedra que corazones de carne, ¡pero entonces estar í amos muertos! Si estamos muertos, no podríamos hablar del Dios de la vida. ¿Pero cómo atrevemos a vivir pasando por esta muerte y resurrección?

En cada eucaristía recordamos que Jesús derramó su sangre por el perdón de los pecados. Esto no significa que tenía que aplacar a un Dios furioso. Ni siquiera significa solamente que si nos equivocamos podemos ir a confesar nuestros pecados y ser perdonados. Significa mucho más. Significa que, en todas nuestras luchas por ser personas que aman y están vivas, Dios está con nosotros. La gracia de Dios está con nosotros en los momentos de fracaso y de lío, para ponemos nuevamente en pie. De la misma forma que el domingo de pascua Dios convirtió el viernes santo en un día de bendición, podemos estar seguros de que todos nuestros intentos por amar darán fruto ¡y por eso no tenemos que temer! Podemos adentrarnos en esta aventura, con confianza y coraje.

Timothy Radcliffe

Conferencia pronunciada en la XXXIV Jornada Nacional de Pastoral Juvenil Vocacional organizada por la CONFER España.


[1] Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires - México- Madrid 2005.


[2] Cf. La piété de 1' Église. Principes et faits, Bureau des Oeuvres Liturgiques. Mont - César, Louvain 1914 (hay traducción española en Cuadernos Phase, n. 74. Nuestra cita es de la página 49 de esta versión).
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Eucaristía y libertad: El método sacramental de la Revelación
Javier Prades

1. Jesucristo hace posible que el hombre responda a su vocación
A medida que pasan los años, la experiencia muestra que sólo quedan las cosas verdaderas y que se desvanecen las secundarias. Allí donde identificamos lo verdadero sorprendemos también la novedad; esa verdad que nos parece que ya conocemos, pero que siempre es más profunda de lo que habíamos imaginado. Por eso volvemos la mirada a Aquél que es el único fundamento de nuestra común pertenencia eclesial y de nuestra misión en el mundo. Las consideraciones que voy a hacer no añadirán ideas originales a lo que ya saben; quieren ser, más bien, unas reflexiones parciales que den ocasión para crecer juntos en el reconocimiento afectuoso de lo que es esencial para nuestra vida [1] .

Como broche de su encíclica Tertio Millennio Adveniente (nº 59), Juan Pablo II elegía un importante texto de la Gaudium et Spes que nos sirve para abrir nuestra reflexión. El texto conciliar dice:

"La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya de salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Por consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo" (GS nº10).

La autoconciencia de la Iglesia proclama en este pasaje que sólo el encuentro de cada persona con Cristo le permite alcanzar su plena realización, y que, por tanto, la historia se ordena y esclarece sólo en torno al Señor. La posibilidad de que el misterio antropológico se ilumine y los problemas de nuestro tiempo se puedan resolver pasa por la respuesta que la libertad de cada hombre, históricamente situada, ofrezca a la iniciativa gratuita de Cristo. El anuncio cristiano está constituido en su núcleo más profundo por el encuentro salvífico entre el movimiento del Misterio de Dios hacia el hombre y el movimiento de respuesta del hombre hacia Dios, en la mediación única de Jesucristo. Ésta es, en consecuencia, la misión de la Iglesia y su única razón de ser y actuar en el mundo. El texto conciliar tiene una fuerte impronta cristológica y antropológica, dada su preocupación soteriológica, pero no carece de sentido trinitario y eclesial. De ahí que sirva para enmarcar nuestras reflexiones que se orientan hacia la Eucaristía.

2. Jesucristo es contemporáneo de todo hombre
Si Jesucristo, en su singularidad histórica, es el único Mediador (cfr. 1Tim 2,5; Hch 4,12), los hombres que entraron en contacto con Él, pudieron comprobar que su presencia y su manifestación les comunicaba la vida divina y transformaba sus existencias. Ahora bien, si la esperanza de que el hombre alcance su plenitud depende de ese encuentro, hay que responder a una objeción posible: ¿cómo se dará el diálogo de salvación entre el hombre y Jesucristo si ese acontecimiento se va perdiendo en el pasado? Es la pregunta por la continuidad del anuncio cristiano en las mismas condiciones con que se produjo originalmente. Von Balthasar se refiere a este problema, en el volumen inicial de su Trilogía, cuando dice: "Trataremos de la Iglesia tan sólo en la medida en que puede y pretende ser mediadora de la forma de la revelación de Dios en Cristo. Con ello hemos planteado probablemente la cuestión decisiva y, desde el punto de vista teológico, quizás no haya ninguna otra pregunta que hacer con respecto a la Iglesia" [2] . La Iglesia aparece referida por una parte a Cristo y su misión, y, por otra, a los hombres a los que es enviada como mediadora de la revelación cristológica.

Es bien sabido que la Ilustración promovió una enmienda a la totalidad frente a la pretensión de la mediación única de Cristo y, aún más radicalmente, frente a la pretensión mediadora de la Iglesia [3] . Quizá sea éste uno de los rasgos de la mentalidad ilustrada que más ha pervivido en la cultura dominante de occidente, hasta influir por desgracia en la misma conciencia de los cristianos, debilitando la razonabilidad de su fe. De ahí no sólo la importancia sino la urgencia de reflexionar sobre tal dificultad, aunque sea de manera tan fragmentaria como la que sigue.

La Iglesia pretende, en efecto, hacer presente el acontecimiento salvífico de Cristo a la libertad de los hombres de todo tiempo y lugar, no para determinar de antemano ese diálogo, sino, más bien, para hacerlo posible. Si la Iglesia no pudiera mantener tal pretensión y no pudiera asegurar que el hombre situado aquí y ahora alcanza a Cristo, habría una doble consecuencia: Cristo sería una figura del pasado que, a lo sumo, podría ser el inspirador de un comportamiento religioso o moral, y la Iglesia no tendría otra legitimidad que la que se concede a sí misma y no la que proviene de su Señor. Si esto fuera así, el cristiano no podría afirmar que Cristo le sea contemporáneo, a menos que se quisiera exponer a la acusación de visionario.

La encíclica Veritatis Splendor ha afrontado in recto nuestra cuestión cuando recuerda que la pregunta que alberga el corazón de cualquier hombre (¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna?) sólo encuentra respuesta plena y definitiva en el diálogo con Cristo, que está siempre presente y actúa en medio de nosotros (cfr. Mt 28,20). Y añade: "La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia" (VS nº25). El texto vincula la permanencia de Cristo y su "contemporaneidad" como realidad presente al cuerpo viviente de la Iglesia, siguiendo así el camino trazado por Dei Verbum 7-8. La mediación de la figura irrepetible de Cristo no se confía a ninguna otra realidad que no sea la vida misma de la Iglesia en su integridad, alentada por el Espíritu [4] .

El Catecismo de la Iglesia Católica pone como fundamento de esa permanencia de Cristo en su Iglesia la singularidad del Misterio Pascual: "el único acontecimiento de la historia que no pasa... un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente" (nº 1085). El mismo Catecismo recuerda que Cristo glorioso derrama el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia y "actúa ahora" por medio de los sacramentos (nº 1084; cfr. nº 556; 1363). Tenemos pues enunciada elementalmente, en sus líneas básicas, la secuencia que nos lleva desde la libre iniciativa del Misterio de Dios en la historia (Cristo-Iglesia-sacramentos) hasta la posible respuesta libre del hombre.

Como vemos, para hacer frente a la objeción ilustrada, el catolicismo ha encontrado la respuesta en su genio propio mediante el gran acontecimiento del Misterio Pascual. Si bien se mira, ya el Jueves Santo resume este misterio, en cuanto que es el día en que Jesús instituye la Eucaristía y el Orden Sacerdotal y de este modo anticipa en el sacramento su ofrecimiento "pasión, muerte y resurrección" a la libertad de los discípulos y de los hombres de todos los tiempos. Lo mismo que sucedió con la libertad de los hombres de hace 2000 años, también la libertad de los hombres de los siglos posteriores, hasta el siglo XX, tiene la posibilidad de reconocer la contemporaneidad del acontecimiento de Cristo en la participación en la Iglesia según su lógica sacramental. Rahner se preguntaba hace ya algunos años:

"¿Dónde y cuándo se convierte la Iglesia en acontecimiento de la manera más intensa y actual? En su esencia más profunda, la Iglesia es la presencia, históricamente permanente en el mundo, del Verbo encarnado. Es la manifestación históricamente palpable de la voluntad salvífica de Dios, que se ha realizado en Cristo. Por eso, la Iglesia está presente más intensa y visiblemente como acontecimiento, allí donde Cristo crucificado y resucitado está Él mismo presente en su comunidad, como fuente de salvación, mediante la proclamación autorizada de las palabras de la consagración" [5]? refiriéndose expresamente a la Eucaristía.

Si el hombre no pudiera participar en el presente de esta realidad sacramental sería imposible reconocer el concepto católico de Iglesia en cuanto hecho que sucede en el presente, como memoria sacramental de un hecho que ha acontecido en el pasado.

Estas afirmaciones sobre la naturaleza de la Iglesia como "presencia" de Cristo y sobre los sacramentos como "acciones" de Cristo en el presente, presuponen teológicamente la perfecta mediación entre lo divino y lo humano acontecida en el Verbo de Dios encarnado. Hagamos, pues, una rápida alusión a la dimensión ontológica y soteriológica del acontecimiento de Cristo, en cuanto fundamento de la reflexión sobre la Iglesia y la Eucaristía.

3. La mediación entre lo divino y lo humano en Jesucristo
Jesucristo hace posible lo imposible, la comunicación entre Dios y el hombre, porque Él mismo, Palabra encarnada, establece la correspondencia adecuada entre lo divino y lo humano. Su vida, pasión, muerte y resurrección son el "lugar" en el que se fundamenta y plenifica cualquier relación pensable entre la iniciativa divina y la respuesta humana. En efecto, la acción salvífica de Cristo no elimina el drama de la relación entre el hombre y Dios sino que lo hace posible. Cristo esclarece el misterio del hombre, de su finitud y su pecado, pero no decide por adelantado sobre el destino de la libertad finita. Cualquier "predeterminación" es ajena a la economía salvífica.

En realidad, el hombre está, desde la creación, "incluido en Cristo" [6] , según la conocida doctrina paulina de los Adanes (cfr. Rom 5,12ss.; 1Cor 15,21), de tal manera que el primer Adán aparece destinado en su trascendencia creatural a un fin que le supera infinitamente y que no puede darse por sí mismo sino sólo recibir del segundo Adán. Pues bien, el acontecimiento singular de Jesús de Nazaret por un lado nos muestra que la libertad de Cristo es la realización completa de la libertad humana, y, por otro, hace posible que todo hombre tenga de hecho la experiencia plena de su libertad. El principio cristológico de la creación se realiza históricamente en la Encarnación redentora, en la que el viejo Adán no es aniquilado sino incorporado al nuevo Adán. Este proceso culmina en la resurrección de Jesús, como inicio del eón definitivo, y sigue todavía en devenir para la humanidad en camino ("ya-todavía no").

En el acontecimiento de Jesucristo se ha llevado a término la más perfecta correspondencia amorosa a la manifestación del designio divino. Al entregarse libremente, Jesucristo ha revelado que la libertad finita es totalmente abrazada por la Infinita para que participe de la misión divina en favor del mundo. En este sentido, Jesucristo mismo es paradigma de toda existencia creada. En su vida, y de modo eminente en el misterio pascual, se revela también plenamente el amor divino, que aparece en su rostro trinitario por la participación del Padre y del Espíritu Santo en el sacrificio de la Cruz. Se produce así el "intercambio admirable" por el que la vida nueva se ofrece al hombre para que la ratifique libremente. Cristo crucificado no sustituye "en el sentido de que elimine" la libertad del hombre sino, al contrario, con su muerte "pone a disposición" de la criatura su propia libertad: si no se resiste a la acción redentora es liberada, es decir, capacitada para una acción nueva, a la medida de lo que Dios trino ha querido para ella desde la eternidad y el pecado había imposibilitado.

Este misterio de la redención sucede, como bien sabían los Padres de la Iglesia, en una adhesión de la libertad, desde dentro y sin coacción alguna, al plan divino. Si Ireneo hablaba de suasio, Agustín será el gran defensor de la voluptas trahens, para significar esta misteriosa comunicación suavísima del Espíritu que no es violencia ni seducción exterior sino descubrimiento de la más profunda libertad del corazón, y que consiste precisamente en el amor a Dios y al prójimo. Tomás escribirá páginas memorables sobre la acción del Espíritu Santo en el corazón del justo [7] .

Para comprender bien la categoría soteriológica de correspondencia perfecta en Jesucristo entre lo divino y lo humano, y así iluminar la participación criatural en ella, podemos recordar una página poco habitual de la historia del dogma. El III Concilio de Constantinopla (681) ayuda a una adecuada comprensión existencial del famoso texto cristológico de Calcedonia (451) [8] . Este concilio había definido el contenido ontológico de la Encarnación con su conocida fórmula de las dos naturalezas en una Persona (cfr. DS 302). El III Constantinopolitano tenía que resolver las polémicas desatadas después y se hace esta pregunta: ¿cuál es el contenido espiritual de esa ontología?, o, más concretamente, ¿qué significa práctica y existencialmente "una Persona en dos naturalezas"?, ¿cómo puede vivir una Persona con dos voluntades y un doble entendimiento? No eran preguntas nacidas de la mera curiosidad teórica, sino que se trataba también de comprender la vida cristiana como tal: ¿cómo podemos nosotros, en cuanto bautizados, participar de aquello de Pablo: "vivo yo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20)? En el siglo VII, como hoy, cabían dos soluciones, ambas insuficientes a la pregunta cristológica. Unos decían: Cristo carecía de voluntad humana. El Concilio rechaza esta imagen de un "Cristo sin voluntad y sin energía". La otra posibilidad tendía por el contrario a construir dos esferas de voluntad completamente separadas. Así se llegaba a una especie de esquizofrenia inaceptable.

La respuesta dada por el Concilio fue que la unión ontológica de dos voluntades independientes y permanentes en la unidad de la persona implica existencialmente una comunión (koinonía) de ambas voluntades (cfr. DS 557). Con esta expresión de una unión como comunión el Concilio favorece una reflexión sobre la ontología de la libertad. Ambas "voluntades" están unidas de la forma en que se pueden unir voluntad y voluntad: en un sí común a un valor común. Dicho de otro modo, la doble voluntad de Jesucristo está unida en el sí de su voluntad humana a la voluntad divina del Logos. Así las dos voluntades se hacen concretamente, existencialmente, una voluntad, quedando ontológicamente como dos realidades independientes. Para el Concilio, así como se puede llamar carne del Verbo a la carne del Señor, igualmente se puede describir su voluntad humana como la voluntad propia del Logos. De hecho el Concilio aplica aquí el modelo trinitario a la cristología: la mayor unidad que existe (la unidad de Dios) no es la unidad de lo inarticulado y lo indistinto sino que es la unidad al modo de la comunión: una unidad que hace el amor y que el amor es. De ese mismo modo asume el Logos el ser del hombre Jesús en el suyo propio y habla de él con su propio yo: "Yo he venido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 6,38). En la obediencia del Hijo, en el hacer uno de sus dos voluntades al decir "sí" a la voluntad del Padre, se plenifica la comunión entre el ser humano y el divino.

Lo que ya se ha cumplido en Cristo se prolonga en la historia como una comunicación liberadora y filial al cristiano, que participa adoptivamente de la "comunión" entre libertad humana y divina. En este "intercambio admirable" se plenifica la transformación redentora del hombre, que a su vez cambia el mundo; aquí se origina la comunión con Dios y entre los hermanos, de aquí brota la Iglesia. La participación en la obediencia del Hijo, en cuanto verdadero cambio del hombre, es a la vez el acto eficaz para la renovación y transformación de la sociedad y del mundo: sólo donde sucede esto acontece el cambio para la salvación.

La Encarnación, que hace posible la libre ratificación humana del designio divino en la historia y fundamenta la comunión teándrica, se prolonga en la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía, por la que el Padre sigue entregando al Hijo a los hombres, por el poder del Espíritu. La Iglesia y los sacramentos aparecen de este modo como las formas esenciales de mediación del acontecimiento de Cristo para la libertad humana (sacramentalem revelationis rationem afirma FR nº13). Escribe Von Balthasar: "la humanidad debe ser incorporada "por la mediación sacramental del «cuerpo» de Cristo que es la Iglesia" en el nuevo y definitivo principio. Así como el individuo libremente puede dejar que esto suceda en él, también puede negarse... y da inicio el periodo más marcadamente dramático de la historia de la humanidad" [9] .

4. La comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo mediante la Palabra y los sacramentos
La vida eclesial, y de modo eminente la participación en la Eucaristía, indican el modo en que se prolonga en la historia el designio divino para nuestra salvación, haciendo posible el encuentro de personal del hombre con Cristo. "La Eucaristía constituye la cumbre del misterio en el que, del modo más sencillo, el cumplimiento del designio divino ha superado con mucho toda posible esperanza. Ella procura a la humanidad, en el régimen de la fe, con un don definitivo que signará el camino de la Iglesia hasta el fin del mundo, lo que fue adquirido de una vez para siempre por la obra redentora" [10] . En estas líneas se resume la relación entre el designio de Dios trino y el hombre, a través del misterio eucarístico. La Eucaristía es "el sacramento en el que no sólo nos es dada la gracia sino el autor mismo de la gracia. En ella la persona de Cristo se manifiesta del modo más inmediato y actual" [11] . Debemos referirnos ahora por tanto a la modalidad con que la mediación sacramental sigue posibilitando el diálogo dramático entre la iniciativa salvadora de Cristo y la libertad humana. Para ello se debe caracterizar también a la Iglesia de modo "dramático", es decir, de manera que la participación en los sacramentos no atribuya al hombre sus frutos de modo mecánico o extrínseco sino, por el contrario, como ofrecimiento-provocación a la libertad que los acoge.

En este intento, nos puede ser útil la categoría de "comunión". Por un lado, el término era usado, como hemos visto, por el III Constantinopolitano referido a Cristo mismo y por tanto se enraíza directamente en la soteriología. Por otro lado, es bien sabido que, desde el Concilio Vaticano II, la palabra "comunión" (la communio latina, la koinonía griega) ha adquirido gran importancia para describir la naturaleza de la Iglesia, hasta el punto de que Juan Pablo II la situaba "en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia" [12] . Y, en tercer lugar, la palabra "comunión", aun en el uso más habitual, evoca en nosotros tanto la comunión de la vida intradivina como la unidad de la comunidad eclesial y la participación en el sacramento de la Eucaristía. El carácter dinámico de la categoría de comunión y su polivalencia trinitaria, cristológica, eclesiológica y sacramental la convierten en un instrumento valioso para nuestra reflexión. Podemos servirnos del documento final de la Asamblea de 1985, con motivo del Sínodo extraordinario a los 20 años de la clausura del Concilio Vaticano II; allí se afirmaba:

"Koinonía-comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida. ¿Qué significa la palabra compleja comunión" Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión de la Iglesia; la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf. LG 11). La comunión del Cuerpo eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifica la íntima comunión de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor 10, 16ss)" [13] .

La palabra "comunión" se refiere en el texto a la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo, que acontece por medio de la Palabra de Dios y de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía. De ésta se dice, siguiendo al Concilio Vaticano II, que es fuente y culmen de la vida cristiana, y que significa y hace la comunión de todos los fieles que es la Iglesia.

El centro de la comunión cristiana aparece situado en Cristo, en cuanto que el Verbo hecho carne es en sí mismo la comunión entre Dios trino y el hombre. Ser cristiano no es otra cosa, entonces, que participar en el misterio de la Encarnación, mediante la Iglesia que es su "cuerpo", por el don del Espíritu Santo. Por eso son inseparables de Cristo la Iglesia y la Eucaristía, la comunión eclesial y la comunión sacramental [14] . Las palabras de Pablo en la Primera carta a los Corintios: "La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo" Y el pan que partimos no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (10,16-17), indican este misterio de la comunión íntima del cristiano con Cristo mediante la participación en su Cuerpo y su Sangre y en la unidad de los creyentes [15] . Se comprende que en la experiencia de Pablo es real la permanencia del acontecimiento salvador en el presente, como verdadero memorial que actualiza una presencia y no como mero recuerdo del pasado.

5. La comunión eclesial y eucarística, lugar de la realización sacramental de la libertad del hombre
A través de la comunión eclesial y sacramental la libertad de la persona se ve permanentemente precedida por una invitación del Misterio para ponerse en juego, en la adhesión a la realidad que el signo sacramental le acerca a sus concretas condiciones espaciotemporales. Los cristianos pueden comprobar así, en el ámbito de su propia existencia lo mismo que vivieron los discípulos en contacto con Jesús [16] . La Iglesia aparece como la realidad de comunión interpersonal que llama a la libertad de cada uno para implicarse en el acontecimiento de Cristo. Esta es la lógica del sacramento que actualiza en el tiempo y en el espacio el acontecimiento de la comunión: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19). Dentro de esta lógica se juega la pertenencia del creyente a Cristo y, con ello, su realización plena como sujeto libre. Al adherirse a Cristo a través del sacramento, la libertad encuentra el "objeto" "el único objeto" que satisface su exigencia original y empieza a gustar anticipadamente en la tierra la plenitud prometida definitivamente en el cielo. El encuentro con Cristo, como ya hemos dicho, no atenúa el drama de la libertad sino que lo exalta, abriéndola a un ulterior cumplimiento. No faltarán los momentos de oscuridad o de prueba en esta relación con la iniciativa que el Misterio ha tomado en nuestras vidas, pero las dificultades no eliminan la fascinación de esa Presencia que nos ha preguntado: "¿Qué buscáis"? (Jn 1,38). El dramatismo mayor de la vida es precisamente permanecer siempre bajo esa mirada amorosa, pase lo que pase, como atestigua admirablemente el "sí" de Pedro a Jesús después de la traición (cfr. Jn 21,15-17 ). La comunión con Cristo se dilata así en la vida de la persona y se hace visible en el mundo, se convierte en signo de referencia para otros hombres que, a su vez, se pueden incorporar al dinamismo eclesial. El creyente que vive "en Cristo" se convierte ipso facto en testigo de la novedad que Jesús ha traído al mundo, es decir, se implica en su misión.

La Encarnación, al producir la comunión entre Dios y el hombre, abre además la posibilidad de una comunión nueva de los hombres entre sí. La Eucaristía tampoco se reduce a un diálogo entre dos, Cristo y el individuo, sino que la comunión eucarística tiende a una conformación total de la vida, con todas sus dimensiones históricas y sus relaciones. Por así decir, crea un sujeto nuevo en la historia, la criatura nueva, como principio de una acción nueva. El yo individualista de cada uno se abre para constituir un nuevo "nosotros", donde somos "uno" en Cristo Jesús (cfr. Gal 3,26-27). La comunión con Cristo es necesariamente comunicación con todos los que son suyos: nos hacemos en él parte del pan nuevo que Él elabora en la transformación de toda la realidad terrena. Esta "comunidad" entre los cristianos no se puede comprender sólo desde un punto de vista horizontal o sociológico, sino que la condición de su existencia es la relación con el Señor, de la que procede y a la que vuelve. La Iglesia es en su propia esencia una relación fundada en el amor de Cristo, que a su vez funda una relación nueva entre los hombres. Adaptando unas bellas palabras de Platón, podemos decir que la eucaristía es en verdad "la santificación de nuestro amor" [17] . Recibir al Señor en la Eucaristía significa entrar en la comunión del ser con Cristo, entrar en una apertura del ser humano hacia Dios que es la condición de la íntima apertura de los hombres entre sí. El camino de la comunión entre los hombres pasa a través de la comunión con Dios.

Aparece la estrecha conexión entre la comunión y la Iglesia como "cuerpo de Cristo" o, en otra imagen semejante, con Cristo como la Vid verdadera. Estos conceptos bíblicos iluminan el hecho de que la comunión cristiana nace de Cristo. Siendo la Eucaristía participación en el Misterio Pascual de Cristo, constituye a la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. La necesidad de la Eucaristía es pues la necesidad de la Iglesia y viceversa, según las palabras del Señor: "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis su vida en vosotros" (Jn 6,53) [18] . <![endif]>

6. La comunión como método: ministerios, dones y carismas

Como reflexión final, podemos añadir algunas observaciones de tipo metodológico para la vida eclesial y la educación cristiana, a partir de lo que hemos expuesto. La introducción a la vida cristiana y la difusión misionera de la Iglesia pasan necesariamente por la posibilidad de que cada hombre pueda decir "sí" al signo eficaz de la presencia de Cristo en el mundo. Se prolonga así el diálogo de salvación entre el Misterio divino y la libertad históricamente situada. Por eso, la tarea educativa debe asentarse, en primer lugar, en una participación personalizada en el acontecimiento eclesial, esto es, en aquella trama de relaciones personales de la comunión viviente constituida por los que se adhieren con todo su ser a esta novedad encontrada y testimoniada, y cuyo corazón es el sacramento [19] . Si la experiencia de libertad comienza en el encuentro gratuito con Cristo, a través de los testigos, la continuidad del método no puede ser otro que el de la comunión, entendida como plena participación y pertenencia a esa realidad eclesial y sacramental, en la que se esclarecen y orientan los factores constitutivos del hombre. "La Eucaristía como gesto cotidiano es el signo eficaz del Misterio de la Resurrección que permite aceptar de forma razonable lo humano, de otra forma incompleto. Es el signo eficaz de lo eterno que emerge en lo contingente, en lo efímero de mi vida. Es el signo más grande de lo que hace de mi vida una historia de verdad y de amor" [20] . Sólo a través de este método comunional se logra superar la concepción ética u organizativa de la Iglesia, que descuida su naturaleza de acontecimiento presente al que incorporarse (seguimiento) y se ve obligada, en el mejor de los casos, a sustituirla por la aplicación generosa de criterios de acción, obtenidos a veces mediante los análisis propios de las ciencias humanas, como inspiración de un comportamiento.

La presentación de la lógica sacramental que constituye a la Iglesia como lugar de la decisión existencial del cristiano, reclama un último aspecto que tiene importantes consecuencias. En la decisión del hombre ante Cristo, la libertad no es abandonada a sí misma, sino que el Espíritu Santo sostiene ulteriormente el camino de los que se adhieren a Cristo a través de otros dones, que se llaman en la tradición teológica, "gratis datae", gracias dadas gratis o carismas [21] . Son dones para la edificación común, para la construcción y la utilidad común, porque facilitan persuasivamente a la libertad la adhesión al contenido de la vida eclesial y de los sacramentos, que es el acontecimiento mismo de Cristo. Esta ayuda que el Espíritu Santo ofrece a la libertad a través de los carismas, permite comprender también que en la vida eclesial la dimensión carismática y la dimensión institucional son coesenciales en una relación de comunión [22] ; no pueden concebirse en una contraposición dialéctica, sino en una unidad orgánica. Así se puede afirmar que la fuerza de Cristo presente en el mundo dentro de la Iglesia alcance a una persona por medio de un carisma, de un don particular de gracia, con el que el Espíritu impregna la energía expresiva, la capacidad de actuación, la capacidad de incidir en otros de un temperamento, de una persona o de una historia. ¿De qué serviría todo lo que hay en la Iglesia, desde el punto vista de su realidad institucional, si no nos alcanzase con una energía luminosa, conmovedora, incidente en la vida de cada uno de nosotros? Así la Iglesia no es vivida como una abstracción organizativa, ni, mucho menos como una realidad de poder que hay que asaltar o de la que hay que defenderse, sino que la Iglesia vive en la persona históricamente situada. Romano Guardini recordaba, en una frase que se ha hecho célebre, que es necesario que la Iglesia renazca en las almas [23] . Pues bien, este acontecer de la Iglesia en la persona, este renacer de la Iglesia en las almas pasa también a través de diferentes carismas que se conceden a algunos para la utilidad del cuerpo común. Y la utilidad común se desprende precisamente de que hacen persuasivo y atractivo el acontecer en la historia de la realidad eclesial (Palabra y sacramentos). Por eso los carismas son factores en la autorrealización de la Iglesia, porque contribuyen a su autorrealización histórica, como movimiento en la historia. Por eso es parte de una concepción católica de los carismas el derecho de ser garantizados objetivamente por el discernimiento de la autoridad de la Iglesia, como afirma claramente el Concilio [24] . Se trata de un juicio sobre su valor genuino como fruto del Espíritu Santo para el servicio de toda la Iglesia y de su ejercicio ordenado en el ámbito práctico. Este juicio corresponde tanto al Papa como a los obispos en el ejercicio de la comunión del colegio episcopal.
Conclusión

La contemporaneidad de Cristo a la libertad de cada hombre es la gran condición de posibilidad de su vocación, y esa contemporaneidad queda garantizada por la naturaleza sacramental de la Iglesia, puesto que ésta es la única mediación que garantiza simultáneamente la permanencia del acontecimiento original, por un lado, y una modalidad adecuada a la libertad humana, por otra. En el corazón de esta mediación eclesial podemos reconocer la categoría de "comunión" en su doble vertiente de unidad de los creyentes y de actualización sacramental del acontecimiento pascual. Así la libertad históricamente situada puede adherirse eficazmente a Cristo e incorporarse a su misión, que prolonga el movimiento misericordioso de Dios trino hacia cada hombre y suscita el movimiento de respuesta del hombre a su Dios.

[1] Véanse los siguientes textos, en los que me inspiro: A. SCOLA, "Die Logik der Inkarnation als sakramentale Logik: kirchliches Ereignis und Freiheit des Menschen" en: Wer ist die Kirche" Einsiedeln-Freiburg, 1999. pp. 99-135; J. HAMER, La Chiesa è una comunione. Brescia, 19832. J. RATZINGER, "Kommunion-Kommunität-Sendung" en: Schauen auf den Durchbohrten. Einsiedeln, 1984. pp.60-84; L. SCHEFFCZYK, "Communio hierarchica. Die Kirche als Gemeinschaft und Institution" en: Glaube in der Bewährung. St. Ottilien, 1991. pp. 323-33; N. REALI, La ragione e la forma. Roma, 1999. M. OUELLET, "Trinidad y Eucaristía" en: R.C.I. Communio 2 (2000); M. FIGURA, "La Iglesia y la Eucaristía a la luz del misterio de Dios Trino" en: R.C.I. Communio 2 (2000). [2] H.U. VON BALTHASAR, Gloria I. Madrid, 1985. p.496. [3] "Desde la época de la ilustración y del historicismo se ha hecho problemática la pretensión de los cristianos actuales de establecer la posición central de Cristo en el drama de la historia del mundo apoyándose en la pretensión que en otros tiempos se le reconocía. ¿Cómo es posible que un individuo singular, que desde el punto de vista histórico parece estar en retirada, desnivele el platillo de la balanza... si en el otro platillo se encuentra toda la historia y hasta el futuro" Frente a la pretensión de Cristo de polarizar cualitativamente desde su persona el drama del mundo... se contrapone con su impresionante magnitud la pretensión de la historia de incluir por su parte en sí esta pretensión como un caso particular notable entre otros casos innumerables... para al final pasar de ese caso antiguo a las cuestiones de actualidad". H.U. VON BALTHASAR, Teodramática III. Madrid, 1993. p.31. [4] Cfr. también Lumen Gentium, 1-8. [5] K. RAHNER, "Primat und Episkopat. Einige Überlegungen über Verfassungsprinzipien der Kirche": Stimmen der Zeit 161 (1953) 321-336. Cfr. A. SCOLA, "La realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale" en: I Movimenti nella Chiesa. Atti del Congresso mondiale dei Movimenti Ecclesiali (Roma, 27-29 maggio 1998). Città del Vaticano, 1999. pp. 105-127. [6] La expresión balthasariana alude a la doctrina revelada sobre la relación entre creación y elevación. Cfr. Teodramática III, o.c., pp.39ss. Sobre estas cuestiones remito más ampliamente a A. SCOLA, G. MARENGO, J. PRADES, Antropologia teologica (=AMATECA, vol.15), de próxima aparición. [7] "Spiritus autem Sanctus sic nos ad agendum inclinat ut nos voluntarie agere faciat, inquantum nos amatores Dei constituit". Contra Gentiles IV, 22. Véase passim los caps. 20-22. [8] Cfr. RATZINGER, a.c. CH. SCHÖNBORN, El icono de Cristo. Madrid, 1999. [9] Cfr. VON BALTHASAR, o.c., p.43. SCOLA, a.c. [10] Comité para el Jubileo del año 2000. Eucaristía, sacramento de vida nueva. Madrid, 1999. p.17. [11] Ibid., p.18. [12] Discurso a los Obispos de los Estados Unidos de América. 16-IX-1987. Citado en CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión. Ciudad del Vaticano, 1992. nº1. [13] Sínodo 1985. Relatio finalis. Madrid, 1985. p.15. [14] En el texto ya citado, RAHNER añadía: Cristo está presente donde "la salvación redentora acontece realmente en la comunidad gracias a que Él se hace presente en su visibilidad sacramental, donde la «alianza nueva y eterna», que Él ha fundado en la Cruz, realiza su presencia más palpable y actual en la santa anámnesis de su primera fundación. La celebración de la Eucaristía es por lo tanto el acontecimiento más intensivo de la Iglesia. Pues en esta celebración Cristo está presente no sólo como redentor de su cuerpo, como salvador y Señor de la Iglesia en la celebración cultual, sino que en la Eucaristía se hace visible del modo más palpable la unidad de los creyentes con Cristo y entre sí, y en la comida eucarística se realiza del modo más profundo" (p.330). [15] Para San Agustín, estas palabras eran el núcleo de su predicación en la noche de Pascua, cuando hacía la catequesis sobre la Eucaristía a los recién bautizados. Al comer el mismo pan, nos convertimos en lo que comemos. Este pan es el alimento de los grandes, dice Agustín. Normalmente los alimentos son menos fuertes que el hombre y le sirven a él, se reciben para ser asimilados y sostenerle. Pero con el alimento eucarístico sucede a la inversa: el hombre que recibe este pan, se asimila a él, es asumido por él, se tritura con él y se convierte en pan como Cristo: "Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Mas no me mudarás tú en ti como el manjar de tu carne sino tú te mudarás en Mí". Las Confesiones, VII, 10, 16. [16] Para algunas de estas afirmaciones me permito remitir más ampliamente a J. PRADES, "El rostro de Cristo en el presente" en: AA.VV., En busca del rostro de Jesús. Madrid, 1998. pp.9-28. [17] Cfr. El Banquete, 188b-c. Madrid, 1977. p. 574, citado por RATZINGER, a.c. [18] Así se señala, de paso, la necesidad de una Iglesia visible y de una unidad visible y concreta. El misterio más íntimo de la comunión entre Dios y el hombre se hace accesible en el sacramento del cuerpo del resucitado; por su parte, el misterio reclama nuestro cuerpo y lo funde en un solo cuerpo. La Iglesia se construye desde el sacramento del cuerpo de Cristo, y debe ser un cuerpo, un cuerpo único, como único fue Jesucristo, que se presenta en la unidad y en la permanencia en la doctrina apostólica. Sobre la extensión y los límites de la tesis "la Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la Eucaristía" véase H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia. Madrid 1980. pp. 112-132. [19] Véase a este propósito el capítulo IX de Eucaristía, sacramento de vida nueva. [20] L. GIUSSANI, "Un mistero di presenza, di perdono e di resurrezione" en: Tertium Millennium (Revista del Comité Central del Gran Jubileo del año 2000) 5 (1997) 6-8. [21] Cfr. A. SCOLA, "La realtà dei Movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale" cit. Véase también J. RATZINGER, "I Movimenti eclesiali e la loro collocazione teologica": I Movimenti nella Chiesa. o.c., pp.23-51. [22] Cfr. "Messaggio di Giovanni Paolo II" en: I Movimenti nella Chiesa, o.c., p.18. Véase también G 12. [23] Cfr. R. GUARDINI, La realtà della Chiesa. Brescia, 1989. p.21. [24] LG 12.

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