Jesús, desde el primer clamor oye al ciego del camino de
Jericó a pesar del bullicio y de la algazara de la muchedumbre que lo rodeaba;
Jesús sabe que la hemorroísa piensa y busca tocar la orla de su vestido para
curarse; Jesús está dispuesto, desde la primera petición, a curar a la hija de
la cananea, a pesar de la dureza con que parece le responde y la despide; Jesús
en el Sagrario oye, ve, responde a pesar de su silencio.
Y pregunto: ¿Se hubiera curado
el ciego si no hubiese repetido y aumentado su clamor, y la hemorroísa si no se
hubiera atrevido a meterse entre las opresiones de la turba para llegar a
Jesús, y la hija de la cananea si ésta no hubiese insistido hasta la pesadez en
pedir, suplicar y esperar? ¿Les hubiese valido decir ¡como no nos oye, no nos
ve!?
Creo que no. Creo que la fe de
estos pobres, si no hubiese llegado en la petición de su remedio hasta ese
grado de perseverancia y de confianza, se hubiera quedado sin el milagro de la
curación.
¡Cuántas veces nuestra fe en
Jesús Sacramentado saca poco o nada porque el no verlo y no oírlo nos induce a
hablarle y a pedirle tan fríamente, tan desconfiadamente como si no nos oyera!
Si le habláramos con gritos de
sollozos y gemidos, con valentía en vencer las rebeldías de nuestros sentidos y
pasiones y con insistencia que no se cansara nunca ¡cómo lo sentiríamos
responder a pesar de su silencio!
Madre Inmaculada, que
ante el silencio de tu Jesús a mis súplicas yo ore, espere e insista, sin
cansarme y así repare la pena que le causa que no esperemos en Él hasta el fin.
(Beato Manuel González)