Carta abierta II
De cómo se hace un arcipreste...
Para que no caigas en la tentación de
corregirme a la plana, mi bueno y santo don Manuel, te voy a ceder la palabra.
Revolviendo en tus papeles, en tus muchos libros y folletos, he topado con el
minucioso relato en que reproduces el diálogo que medió entre tú y el señor
cardenal aquella mañanica de finales de febrero. Yo ni quito ni pongo coma de
más o coma de menos.
-“No; yo no le mando ir a Huelva; está
aquello tan mal, y lo que es peor, tan dividido entre los pocos buenos... Estoy
tan harto de probar procedimientos para mejorarlo sin obtenerlo, que me he
acordado de usted como última tentativa: al fin y al cabo usted es joven y, si
se estrella en Huelva, como lo temo, el mismo que lo lleva lo puede traer.
Pero, repito, esto no es un mandato, sino un deseo...”
-“Señor, los deseos de mi Prelado son para mí
órdenes, ¿cuándo quiere que me vaya?”
-“No, no; ahora se va usted a su casa y,
durante tres días y con completa reserva de esta conversación, madure usted
este deseo mío delante de su Sagrario y vuelva después con su decisión”.
-“Espero, con la gracia de Dios, que dentro
de tres días vendré aquí a decir a vuestra excelencia lo mismo que ahora le
digo”.
Y tras comentar que durante esos tres días apenas
si comiste y dormiste y los tremendos esfuerzos que tuviste que hacer para
conservar la buena cara y hasta el buen humor ante tus padres, ante los
ancianos, ante las Hermanitas, sigues escribiendo:
“Llegado el tercer día, me presenté de nuevo
al señor Arzobispo: Señor, aquí me tiene para repetirle lo que le dije el otro
día, ¿cuándo quiere que me vaya a Huelva?
-“Pero, ¿así?, ¿tan decidido?
-“Sí, señor; completamente decidido. Ahora
que como a mi prelado le voy a hablar como al Jesús de mi Sagrario, debo
decirle que me voy a Huelva tan decidido en mi voluntad como contrariado en mi
gusto.”
-“¿Cómo? ¿Es que no va a gusto?”
-“Voy obedeciendo los deseos de vuestra
excelencia con toda mi voluntad, pero contra mi gusto.”
-“Me lo explico y no me extraña; espero que
ese desprecio de su gusto para abrazarse a la voluntad del prelado, le ayudará
en su misión de Huelva.”
En la despedida, muy cariñosa, el cardenal
Spínola se te mostró todo un padre.
-“Sé que es usted muy joven, te dijo, para un
arciprestazgo tan importante y para lo malo que está aquello; yo he vivido allí
y lo conozco, pero ¡no importa! Vaya, pruebe y si no le va bien, se viene. Las
puertas de este palacio siempre estarán abiertas para usted; y en mí siempre
tiene un padre, a quien le puede contar todo, que lo recibirá con los brazos
abiertos”.
Once largos años estuviste en Huelva, primero
-ya lo hemos comentado tú y yo- como cura ecónomo o cura regente de la
parroquia de San Pedro durante tres meses y medio, luego -durante todo el
resto- como arcipreste. Los primeros seis años te resultaron todo un martirio
porque eran muchos los que no querían saber nada de los curas. Pero, a partir
de la huelga de los mineros, a partir -quiero decir- de todos los cientos de
comidas que tuviste que improvisar para que ni chicos ni grandes se te murieran
de hambre, a partir de ese derroche de tu caridad sin fijarte si la mano que te
pedía era de alguno de tus feligreses o si lo era de quien no pisaba la
parroquia ni atado, a partir de ese año de 1911, comenzaste a ser entre todos
los onubenses lo que te piropeó un minero en la estación del tren de Riotinto:
“Don Manuel, usted es el hombre más grande del mundo”.
No lograste atraer a
todos a la Iglesia y menos aún a una sincera y comprometida fe en Jesús de Nazaret;
pero qué lejos quedaban ya aquellos primeros años de tu ministerio en Huelva
cuando, de entre una feligresía de 20.000 bautizados de tu parroquia de San
Pedro, no comulgaba ni uno solo de ellos, o cuando los chiquillos te insultaban
en la calle, al verte pasar, llamándote “cuervo” y “mala pata” y, si a menos
les venías, te tiraban piedras con la intención más negra de abrirte la cabeza.
“¿Y qué hace usted cuando le tiran piedras?”, te había preguntado tu cardenal
arzobispo. Y tú le habías respondido: “Pues, sencillamente, torearlas”.
Y qué
lejos igualmente el diálogo aquel que mantuviste con el sacristán de tu
parroquia en el pórtico del templo a las ocho de la mañana de tu primer día de
estancia en Huelva. En tu tiempo de capellán del asilo de ancianos en Sevilla
habías adquirido la costumbre de entrar en la capilla a las cinco y media para
decir tu misa a las seis, después de haber oído en confesión a los que querían
reconciliarse. Y las cinco y media te plantaste, como si tal cosa, en la
hermosa iglesia mudéjar de San Pedro... Bueno, a la puerta de la hermosa
iglesia parroquial. El templo estaba cerrado y la llave obraba en el bolsillo
del sacristán. No te quedaba sino esperar con paciencia...hasta las seis, hasta
las siete, hasta las ocho y pico. “¡Cómo se conoce que es usted novicio!”, te
dijo, sonriendo de lástima, el sacristán. Te explicó por qué: “Aquí la gente no
madruga, y los de iglesia, ¿para qué vamos a madrugar?”. Tú le pediste con toda
sencillez la llave y le dijiste que él no madrugara. Tú abrirías todos los días
la iglesia... a las cinco y media. El sacristán te miró extrañado. No entendía
para qué querías pegarte semejante madrugón, porque “señor cura, a la misa no
vienen más que dos o tres mujeres”. Hablasteis algún tiempo más. En un momento
le preguntaste por las comuniones que se distribuían en la parroquia. Y ahora
el extrañado ibas a ser tú al oír su respuesta: “Aquí, señor cura, se
acostumbra poco eso”.
Sí, todo eso quedaba ya lejos, pero reconoce
que tuviste que sufrir de lo lindo. “¡Qué días aquellos de mis primeros tiempos
en Huelva!”, llegaste a escribir mucho después y en esa exclamación se adivina
aún dolor que no podías arrancarte de tus recuerdos. “Yo no puedo pasar al
papel la inmensa desolación en que mi alma estaba sumergida”. No sabías qué
hacer, ni por dónde comenzar, ni qué caminos seguir. Sólo sabias que sobre ti
pesaba la enorme responsabilidad de la re-evangelización de Huelva.
(Texto completo en: "Folletos con él"- mayo de 2001)
No hay comentarios:
Publicar un comentario