La Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrece como modelos de
fe las figuras de dos viudas. Nos las presenta en paralelo: una en el
Primer Libro de los Reyes (17, 10-16), la otra en el Evangelio de San
Marcos (12, 41-44). Ambas mujeres son muy pobres, y precisamente en tal
condición demuestran una gran fe en Dios. La primera aparece en el ciclo
de los relatos sobre el profeta Elías, quien, durante un tiempo de
carestía, recibe del Señor la orden de ir a la zona de Sidón, por lo
tanto fuera de Israel, en territorio pagano. Allí encuentra a esta viuda
y le pide agua para beber y un poco de pan. La mujer objeta que sólo le
queda un puñado de harina y unas gotas de aceite, pero, puesto que el
profeta insiste y le promete que, si le escucha, no faltarán harina y
aceite, accede y se ve recompensada. A la segunda viuda, la del
Evangelio, la distingue Jesús en el templo de Jerusalén, precisamente
junto al tesoro, donde la gente depositaba las ofrendas. Jesús ve que
esta mujer pone dos moneditas en el tesoro; entonces llama a los
discípulos y explica que su óbolo es más grande que el de los ricos,
porque, mientras que estos dan de lo que les sobra, la viuda dio «todo
lo que tenía para vivir» (Mc 12, 44).
De estos dos episodios bíblicos, sabiamente situados en paralelo, se
puede sacar una preciosa enseñanza sobre la fe, que se presenta como la
actitud interior de quien construye la propia vida en Dios, sobre su
Palabra, y confía totalmente en Él. La condición de viuda, en la
antigüedad, constituía de por sí una condición de grave necesidad. Por
ello, en la Biblia, las viudas y los huérfanos son personas que Dios
cuida de forma especial: han perdido el apoyo terreno, pero Dios sigue
siendo su Esposo, su Padre. Sin embargo, la Escritura dice que la
condición objetiva de necesidad, en este caso el hecho de ser viuda, no
es suficiente: Dios pide siempre nuestra libre adhesión de fe, que se
expresa en el amor a Él y al prójimo. Nadie es tan pobre que no pueda
dar algo. Y, en efecto, nuestras viudas de hoy demuestran su fe
realizando un gesto de caridad: una hacia el profeta y la otra dando una
limosna. De este modo demuestran la unidad inseparable entre fe y
caridad, así como entre el amor a Dios y el amor al prójimo —como nos
recordaba el Evangelio el domingo pasado—. El Papa san León Magno, cuya
memoria celebramos ayer, afirma: «Sobre la balanza de la justicia divina
no se pesa la cantidad de los dones, sino el peso de los corazones. La
viuda del Evangelio depositó en el tesoro del templo dos monedas de poco
valor y superó los dones de todos los ricos. Ningún gesto de bondad
carece de sentido delante de Dios, ninguna misericordia permanece sin
fruto» (Sermo de jejunio dec. mens., 90, 3).
La Virgen María es ejemplo perfecto de quien se entrega totalmente
confiando en Dios. Con esta fe ella dijo su «Heme aquí» al Ángel y
acogió la voluntad del Señor. Que María nos ayude también a cada uno de
nosotros a reforzar la confianza en Dios y en su
Palabra.
(Benedicto XVI)
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