1. MISA/LITURGIA-PAL: Lo dicho no es más que introducción, fondo de contraste para exponer el tema, que es la liturgia de la palabra. No recuerdo que en aquellos tiempos se usase la expresión «liturgia de la palabra». La innovación lingüística nació de otra visión teológica y quería promover una mentalidad nueva; creo que la fórmula ha cuajado, aunque no sé cuánto ha calado. Acompañaron a la expresión algunas reformas concretas que el Concilio Vaticano II formuló así en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia:
24: «La Sagrada Escritura tiene suma importancia en la celebración litúrgico.»
35: «En las celebraciones sagradas se han de introducir lecturas bíblicas más abundantes, más variadas, más apropiadas.»
36: « ... se podrá dar más cabida a las lenguas vernáculas, especialmente en las lecturas y moniciones.»
Las frases citadas se refieren a la liturgia en general. A la Eucaristía se refieren en particular las siguientes:
51: «Para ofrecer a los fieles una mesa más abundante en Palabra de Dios, ábranse con más generosidad los tesoros de la Biblia, de modo que en un determinado espacio de años se lea al pueblo la parte principal de la Sagrada Escritura.»
De hecho, buena parte de las reformas se ha realizado ya. Se han traducido los textos litúrgicos; se ha ampliado enormemente el repertorio. Son tres lecturas los domingos, en vez de dos; lo cual tiene sus ventajas, acompañadas de algún inconveniente. Ventaja es que a lo largo de tres ciclos se lean los evangelios casi íntegros, buena parte de las epístolas y una cantidad notable de Antiguo Testamento. Ventaja es que se vea la conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Inconveniente puede ser el que la segunda lectura no encaja fácilmente en el tema, que las lecturas se han de recortar para no alargarse, que no se pueden comentar las tres...El hecho de que las lecturas se lean o proclamen en la lengua del pueblo, además de otros factores, ha producido un notable cambio en la predicación, que hoy es más homilética, más al servicio del texto bíblico. En buena parte, las lecturas litúrgicas y la homilía han influido en el renacido interés por la palabra de Dios.
2. Todo lo dicho son manifestaciones externas, síntomas o resultados de un principio y un cambio profundo. El principio es la unidad fundamental de la celebración eucarística, integrada por dos componentes. Una sola mesa para el banquete, dos panes o un solo pan en dos formas: el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. Nadie dirá que H2 es más importante que 0 en el agua. La hermana agua no es yuxtaposición ni mezcla, es combinación de hidrógeno y oxígeno. No debemos concebir la celebración eucarística como yuxtaposición de piezas, porque es una unidad:
56: «Las dos partes de que consta la misa, la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan estrechamente unidas que constituyen un solo acto de culto.»
Lo cual no quita que la «participación en el sacrificio» por la comunión sea el momento culminante (n. 55).No vale el planteamiento en términos de obligación legal ni de calcular los límites de la obligación. Lo importante es la reforma en la comprensión y actuación. Quitar a la celebración eucarística la liturgia de la palabra no es separar una parte, es mutilar un organismo. Esa unidad compuesta y articulada y la relación de las partes es lo que estoy intentando explicar.
3. PAN/PD PD/PAN: He empleado la fórmula conciliar «el pan de la palabra». Ahora, por razones didácticas, voy a distinguir entre palabra y pan. Consecuentemente, vamos a pensar, durante unas páginas, en liturgia de la palabra y liturgia del pan. Palabra significará palabra de Dios, sagrada Escritura; pan significará pan consagrado, cuerpo de Cristo. Escucha y comida. Pan y palabra. ¿Y para qué tantas palabras?, ¿no estamos hartos de palabras? Obras son amores, que no buenas razones.
Tanto hablar ¿no producirá inflación de palabras? Tanto insistir en la «liturgia de la palabra» ¿no hará que la palabra de Dios llegue a engendrar cansancio? Desde otra zona, algunos objetan o comentan: «¿Por qué es tan importante? Eso de San Pablo a los romanos, aunque lo lean en castellano yo no lo entiendo». A lo mejor se acepta dócilmente, pero sin convicción.Por otra parte, en nuestra cultura también estamos ahítos de palabras y pedimos hechos. El refrán castellano dice: «Una cosa es predicar, y otra dar trigo». Y una canción sonaba: «en la casa y en el templo para todo hijo de Adán / no hay sermón como el ejemplo y eso es dar pan». No queremos palabras, queremos pan. Frente a esas citas, encuentro en los evangelios unas palabras de Cristo. Se trata de un enfrentamiento polémico de Cristo con el satán, es decir, el rival del designio del Padre, el que propugna un antiproyecto triunfal. Frente a hambre, pan: «Di que esas piedras se conviertan en panes». Jesús replica: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 3-4). Es una cita del Deuteronomio (8, 3) que explica cómo Dios fue educando a su pueblo en el desierto, como un padre a su hijo:
El te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con maná... para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios.
Lo que sale de la boca de Dios es su palabra, en particular «los preceptos del Señor tu Dios» (Dt 8, 6). La vida de los israelitas como pueblo depende, sí, del alimento material, pero mucho más de la palabra de su Dios. Ahí tenemos contrapuestas dos enseñanzas. La sabiduría popular nos dice que no bastan las palabras, que hacen falta obras; la sabiduría del evangelio nos dice que no basta el pan, que hacen falta palabras. ¿Con cuál nos quedamos?
4. No bastan palabras, es verdad. Pero si esas palabras son palabras de Dios... Aunque estén compuestos por hombres y pronunciadas por hombres, si llevan dentro el aliento de Dios, pueden vivificar al hombre. Palabra de mandato que, si el hombre la cumple, vivirá (Lv 18, 5). Palabra que revela al hombre lo que es, desenmascarando sus engaños; palabra que denuncia y exhorta, que amenaza y promete; palabras en las que Dios se comunica y comunica vida suya.
«¿Señor, y a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna», dice Pedro a Jesús después del discurso sobre el pan de vida (Jn 6, 68).
No bastan palabras. Pero ¿y si esas palabras son la Palabra que Dios dirige y envía al hombre, que sale de él y se hace hombre y convive en figura humana? Hecho hombre, sigue siendo todo él palabra: cuando habla y cuando calla, cuando hace milagros y cuando sufre sin hacerlos. Palabra que siempre nos habla, porque todo él es palabra que «al principio se dirigía a Dios» (Jn 1, 1) y luego se hace hombre de carne débil, como la nuestra, y acampa entre nosotros.
«No de solo pan vive el hombre». Cierto, el pan no da la vida, la mantiene o prolonga apenas. Lo vamos quemando en pequeñas porciones y, con la fuerza de esa combustión, nos movemos, corremos. Durante una época de la vida asimilamos una parte para crecer y engordar. El pan, con sus calorías, nos va alargando la vida, pero no nos la garantiza. No nos garantiza contra incendios, accidentes, enfermedades. El pan cotidiano es una ración para vivir un día más, para ir tirando un poco más. Durante una etapa contribuye a una vida creciente; después colabora con una vida decreciente. No de solo pan vive el hombre.
Pero si ese pan es la palabra de vida, si es la forma en que se nos da realmente el Hijo de Dios glorificado, entonces de pan vive el hombre. Porque ese pan establece y desarrolla dentro de nosotros
una vida que no termina, si el hombre no la destruye; una vida que pasará más allá del río de la muerte. De Cristo glorificado hecho pan, de la Palabra hecha pan, sí que vive el hombre.
La Palabra concentra en sí muchas palabras, es el «verbum abbreviatum» que decían los autores antiguos; palabra concisa que dice mucho, palabra resumida, como título concentrado de un largo libro. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1, 1-2). Como esa Palabra resume y condensa todas las palabras de la Escritura, éstas desarrollan y articulan, refractan en muchos colores, quiebran en muchas facetas la Palabra única y definitiva. Y esa Palabra, que un día tomó forma humana, ya glorificada, se encierra en el pan eucarístico. En forma de alimento nos comunica vida suya.
Antes de tomar ese pan menudo y enorme, blanco y misterioso, unas palabras nos van a explicar algún aspecto de su misterio. El misterio de Jesucristo se manifestó en unos cuantos años de vida, unas cuantas enseñanzas, unos cuantos milagros. Aunque Juan nos diga: «Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo», sólo una parte del misterio llegó a manifestarse, o lo hizo de forma concentrada. Para desentrañar el misterio entrañable, la liturgia echa mano de los evangelios y, con ellos, de textos del Antiguo Testamento: preparaciones, profecías y símbolos que expone a la luz del Nuevo Testamento. Al ser iluminados con esa luz, explican aspectos del misterio. Como un tapiz plegado, que ha de desplegarse para mostrar la imagen, así un símbolo mencionado o aludido del evangelio despliega su sentido en la imagen correspondiente del AT, si la disponemos y enfocamos correctamente. Todo el intento de la liturgia de la palabra es aclararnos el misterio de Cristo: lo que es para nosotros, lo que nos ofrece, lo que exige.
De ese modo, las palabras de la liturgia eucarística son realmente «palabras de vida» y pertenecen a la celebración eucarística como parte integrante.
5. Durante el Concilio Vaticano II, un representante de una Iglesia oriental expuso brevemente el pensamiento de muchos orientales sobre la palabra inspirada. De la intervención de Mons. Edelby voy a recoger y comentar algunas frases que nos ayudarán a entender el tema presente. Subrayo la frase más pertinente:
BI/EU EU/BI
«La Escritura es una realidad litúrgica y profética; una proclamación, más que un libro; el testimonio del Espíritu Santo sobre el acontecimiento de Cristo, cuyo momento privilegiado es la liturgia eucarística. Por ese testimonio del Espíritu la economía entera de la palabra revela al Padre. La controversia postridentina ha visto en la Escritura, ante todo, una norma escrita. Las Iglesias orientales ven en ella la consagración de la historia de salvación bajo especies de palabra humana, inseparable de la consagración eucarística, que recapitula toda la historia en el cuerpo de Cristo.»
Notemos la centralidad de la Eucaristía y la unión de dos consagraciones: una historia bajo especie de palabra, un cuerpo que recapitula la historia bajo especies de pan y vino. Para explicar la «consagración de la historia bajo especie de palabra», recurro al texto de Lucas sobre la anunciación: «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, al que va a nacer lo llamarán Consagrado, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Como la concepción acaece bajo la sombra de Dios Padre, a impulsos del Espíritu Santo, ese hombre que comienza a existir está desde el primer momento consagrado, es Hijo de Dios. No son títulos o privilegios que se le añadan más tarde.
Algo así sucede cuando, a impulso del Espíritu, un retazo de historia humana se hace palabra. Si hay literatura de evasión, también existen grandes obras literarias: mitos y leyendas, épica e historia, teatro y poesía lírica. Por medio de esos textos comulgamos unas veces con el poeta que se ha expresado en ellos, otras veces con una experiencia humana individual y general.
Grandes narradores y dramaturgos sienten un día que en su mente es concebido un personaje; acaso de la historia, de la leyenda; acaso pura ficción. Al principio ellos envuelven y hacen crecer al personaje, y éste va cobrando una vida personal que el autor ha de respetar. Esos personajes representan, encarnan experiencias humanas importantes. Otras veces, grandes ansias, angustias, esperanzas de los hombres, pasando por la mente del poeta, se transforman en palabra poética. Las grandes obras literarias nos suministran una experiencia vicaria que nos enriquece humanamente. A nuestro modo, la revivimos, o convivimos con los personajes y sus azares. Todo llega a nosotros en forma de palabra poética, simplemente humana.
Hasta cierto punto, así es la Biblia. Un autor anónimo nos cuenta escenas de vida patriarcal, otro relata la epopeya de la liberación, otro canta la esperanza de retornar a la patria. La experiencia de unos personajes y de un pueblo se transforma en palabra permanente. Sólo que se añade algo cualitativamente diverso y superior: como esa transformación se realiza a impulso del Espíritu, lo que resulta, la palabra, nace consagrado, es Palabra de Dios.
Supongamos una lectura: el paso del Mar Rojo. Una comunidad vive la experiencia de la liberación, superando obstáculos desmesurados, guiada por un jefe carismático que actúa en nombre de Dios. Un autor, o varios sucesivamente, dan forma literaria a la experiencia: con entonación épica, con datos legendarios, con símbolos quizá de ascendencia mítica. A través de ese texto, generaciones sucesivas comulgan con la experiencia originaria. Más importante: comulgan también con su Dios, el Señor se les comunica. Porque si Dios dirigió el gran paso, el Espíritu movió al literato. Siglos más tarde, un israelita sufre angustiosamente el abandono de Dios, pasa por una crisis de fe, busca inútilmente respuesta a sus preguntas:
Sal 77, 8-10:
¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
¿Es que Dios se ha olvidado de la piedad
o la cólera cierra sus entrañas?
Hasta que de repente surge en su mente el recuerdo, en su fantasía la visión transfigurada del paso del Mar Rojo, que conoce por haber leído o escuchado los textos tradicionales. La visión tiene tal fuerza que es como si estuviese participando en ella, como si él y su generación se sumasen a la gran marcha y contemplasen la teofanía de Dios. Ya serenado, toma distancia y transforma su nueva experiencia de segundo grado en palabra lírica:
77,19-21:
rodaba el estruendo de tu trueno,
los relámpagos deslumbraban el orbe,
la tierra retembló estremecida;
tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas,
y no quedaba rastro de tus huellas.
Mientras guiabas a tu pueblo como un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.
A distancia de siglos, volvemos a leer o escuchar el relato del paso del Mar Rojo durante la liturgia pascual. Y de nuevo comulgamos con la experiencia antigua a través de un texto que está «consagrado», inspirado. El texto desprende su sentido, que es revelación del Dios liberador; sólo que esta vez la primera liberación está referida a la definitiva, la Pascua de Cristo. En nuestra proclamación litúrgica sopla de nuevo el Espíritu, suenan inspiradas las palabras. Ahora bien, esa consagración no se ha de separar de la otra.
6. Hay otra historia de salvación concentrada en Jesucristo. Es la historia del hombre, sus gozos y penas, sus ilusiones y desengaños, su intimidad y su comunicación, la grandeza y la pequeñez. Todo ello se concentra, de modo especial, en unas coordenadas concretas de tiempo y espacio, en aquel hombre: Jesús de Nazaret, judío, nacido de mujer, nacido bajo la ley. Su vida es como síntesis apretada de la vida humana, hasta la muerte. Porque no quiso renunciar a la última y definitiva experiencia del hombre que es el morir. Al ser resucitado por el Padre, toda aquella experiencia queda glorificada. El nacimiento no queda abolido, permanece glorificado; los milagros no han pasado, perduran glorificados; sus palabras, recogidas en la memoria y en los evangelios están más llenas de sentido, porque están glorificadas.
Ahora quiere comunicarnos su experiencia glorificada, su vida con su sentido, el sentido de la vida. ¿Cómo nos la comunicará para que podamos asimilarla?: consagrando su vida glorificada bajo especies de pan y vino. En el banquete eucarístico comulgamos con la experiencia histórica y la vida glorificada de Jesucristo. No separemos esta consagración de la otra, la consagración bajo especie de palabra.
Que cuando se lean los textos bíblicos, el Espíritu que habita en nosotros nos ponga en pie para escuchar y sintonice nuestros corazones con las palabras de la Escritura. Que la palabra inspirada pueda resonar dentro de nosotros inspirándonos; que nos llene el viento del Espíritu. Que toda la comunidad resuene armónicamente. Que por las palabras de la Escritura toda la comunidad comulgue
con la palabra de Dios y con Cristo, que es su Palabra.
«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21).
LUIS ALONSO SCHOKEL