viernes, 29 de abril de 2016

Beato Manuel González, apóstol de la Eucaristía


Se cumplen hoy quince años de la beatificación de Manuel González García, apóstol de la Eucaristía. Podríamos resumir de su vida en un intento apasionado por acercar a los hombres a Dios para completar la obra redentora de Cristo.

Desde su experiencia descubre que, todos los problemas de ayer y de hoy radican en el olvido y abandono de Dios; desde los que se enfrentan a Él, los que viven como si no existiera o los que le aman a medias. Contrapone, inspirado por la gracia y, a la luz de la lámpara del Sagrario, una espiritualidad eucarística.

Toda su vida girará en torno al Misterio Pascual. Fundó la Familia Eucarística Reparadora en sus distintas ramas (niños, jóvenes, adultos, consagradas, sacerdotes), escribió gran número de libros "eucaristizadores", se entregó a la catequesis, y de la Eucaristía sacó luz para solucionar los difíciles problemas sociales a los que se enfrentó en la España de su tiempo.

Se identificó con el Jesús de su Sagrario y amó a cuantos Él le confió: los niños, a los que proveyó de pan, catecismo y escuelas; los obreros; los pobres; su Familia Eucarística Reparadora; sus seminaristas y sacerdotes; sus hijas, las Misioneras Eucarísticas de Nazaret. "Corazón de mi Jesús Sacramentado, que cuanto de mí salga sea red en la que caigan para Ti cuantos a mi alrededor estén".

Todos los que nos nutrimos de esta espiritualidad esperamos su pronta canonización.

domingo, 17 de abril de 2016

Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía: Liturgia de la Palabra

1. MISA/LITURGIA-PAL: Lo dicho no es más que introducción, fondo de contraste para exponer el tema, que es la liturgia de la palabra. No recuerdo que en aquellos tiempos se usase la expresión «liturgia de la palabra». La innovación lingüística nació de otra visión teológica y quería promover una mentalidad nueva; creo que la fórmula ha cuajado, aunque no sé cuánto ha calado. Acompañaron a la expresión algunas reformas concretas que el Concilio Vaticano II formuló así en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia:

24: «La Sagrada Escritura tiene suma importancia en la celebración litúrgico.»
35: «En las celebraciones sagradas se han de introducir lecturas bíblicas más abundantes, más variadas, más apropiadas.»
36: « ... se podrá dar más cabida a las lenguas vernáculas, especialmente en las lecturas y moniciones.»

Las frases citadas se refieren a la liturgia en general. A la Eucaristía se refieren en particular las siguientes:

51: «Para ofrecer a los fieles una mesa más abundante en Palabra de Dios, ábranse con más generosidad los tesoros de la Biblia, de modo que en un determinado espacio de años se lea al pueblo la parte principal de la Sagrada Escritura.»

De hecho, buena parte de las reformas se ha realizado ya. Se han traducido los textos litúrgicos; se ha ampliado enormemente el repertorio. Son tres lecturas los domingos, en vez de dos; lo cual tiene sus ventajas, acompañadas de algún inconveniente. Ventaja es que a lo largo de tres ciclos se lean los evangelios casi íntegros, buena parte de las epístolas y una cantidad notable de Antiguo Testamento. Ventaja es que se vea la conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Inconveniente puede ser el que la segunda lectura no encaja fácilmente en el tema, que las lecturas se han de recortar para no alargarse, que no se pueden comentar las tres...El hecho de que las lecturas se lean o proclamen en la lengua del pueblo, además de otros factores, ha producido un notable cambio en la predicación, que hoy es más homilética, más al servicio del texto bíblico. En buena parte, las lecturas litúrgicas y la homilía han influido en el renacido interés por la palabra de Dios.

2. Todo lo dicho son manifestaciones externas, síntomas o resultados de un principio y un cambio profundo. El principio es la unidad fundamental de la celebración eucarística, integrada por dos componentes. Una sola mesa para el banquete, dos panes o un solo pan en dos formas: el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. Nadie dirá que H2 es más importante que 0 en el agua. La hermana agua no es yuxtaposición ni mezcla, es combinación de hidrógeno y oxígeno. No debemos concebir la celebración eucarística como yuxtaposición de piezas, porque es una unidad:

56: «Las dos partes de que consta la misa, la liturgia de la palabra y la eucarística, están tan estrechamente unidas que constituyen un solo acto de culto.»

Lo cual no quita que la «participación en el sacrificio» por la comunión sea el momento culminante (n. 55).No vale el planteamiento en términos de obligación legal ni de calcular los límites de la obligación. Lo importante es la reforma en la comprensión y actuación. Quitar a la celebración eucarística la liturgia de la palabra no es separar una parte, es mutilar un organismo. Esa unidad compuesta y articulada y la relación de las partes es lo que estoy intentando explicar.

3. PAN/PD PD/PAN: He empleado la fórmula conciliar «el pan de la palabra». Ahora, por razones didácticas, voy a distinguir entre palabra y pan. Consecuentemente, vamos a pensar, durante unas páginas, en liturgia de la palabra y liturgia del pan. Palabra significará palabra de Dios, sagrada Escritura; pan significará pan consagrado, cuerpo de Cristo. Escucha y comida. Pan y palabra. ¿Y para qué tantas palabras?, ¿no estamos hartos de palabras? Obras son amores, que no buenas razones.
Tanto hablar ¿no producirá inflación de palabras? Tanto insistir en la «liturgia de la palabra» ¿no hará que la palabra de Dios llegue a engendrar cansancio? Desde otra zona, algunos objetan o comentan: «¿Por qué es tan importante? Eso de San Pablo a los romanos, aunque lo lean en castellano yo no lo entiendo». A lo mejor se acepta dócilmente, pero sin convicción.Por otra parte, en nuestra cultura también estamos ahítos de palabras y pedimos hechos. El refrán castellano dice: «Una cosa es predicar, y otra dar trigo». Y una canción sonaba: «en la casa y en el templo para todo hijo de Adán / no hay sermón como el ejemplo y eso es dar pan». No queremos palabras, queremos pan. Frente a esas citas, encuentro en los evangelios unas palabras de Cristo. Se trata de un enfrentamiento polémico de Cristo con el satán, es decir, el rival del designio del Padre, el que propugna un antiproyecto triunfal. Frente a hambre, pan: «Di que esas piedras se conviertan en panes». Jesús replica: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 3-4). Es una cita del Deuteronomio (8, 3) que explica cómo Dios fue educando a su pueblo en el desierto, como un padre a su hijo:

El te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con maná... para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios.

Lo que sale de la boca de Dios es su palabra, en particular «los preceptos del Señor tu Dios» (Dt 8, 6). La vida de los israelitas como pueblo depende, sí, del alimento material, pero mucho más de la palabra de su Dios. Ahí tenemos contrapuestas dos enseñanzas. La sabiduría popular nos dice que no bastan las palabras, que hacen falta obras; la sabiduría del evangelio nos dice que no basta el pan, que hacen falta palabras. ¿Con cuál nos quedamos?

4. No bastan palabras, es verdad. Pero si esas palabras son palabras de Dios... Aunque estén compuestos por hombres y pronunciadas por hombres, si llevan dentro el aliento de Dios, pueden vivificar al hombre. Palabra de mandato que, si el hombre la cumple, vivirá (Lv 18, 5). Palabra que revela al hombre lo que es, desenmascarando sus engaños; palabra que denuncia y exhorta, que amenaza y promete; palabras en las que Dios se comunica y comunica vida suya.
«¿Señor, y a quién vamos a acudir? En tus palabras hay vida eterna», dice Pedro a Jesús después del discurso sobre el pan de vida (Jn 6, 68).
No bastan palabras. Pero ¿y si esas palabras son la Palabra que Dios dirige y envía al hombre, que sale de él y se hace hombre y convive en figura humana? Hecho hombre, sigue siendo todo él palabra: cuando habla y cuando calla, cuando hace milagros y cuando sufre sin hacerlos. Palabra que siempre nos habla, porque todo él es palabra que «al principio se dirigía a Dios» (Jn 1, 1) y luego se hace hombre de carne débil, como la nuestra, y acampa entre nosotros.
«No de solo pan vive el hombre». Cierto, el pan no da la vida, la mantiene o prolonga apenas. Lo vamos quemando en pequeñas porciones y, con la fuerza de esa combustión, nos movemos, corremos. Durante una época de la vida asimilamos una parte para crecer y engordar. El pan, con sus calorías, nos va alargando la vida, pero no nos la garantiza. No nos garantiza contra incendios, accidentes, enfermedades. El pan cotidiano es una ración para vivir un día más, para ir tirando un poco más. Durante una etapa contribuye a una vida creciente; después colabora con una vida decreciente. No de solo pan vive el hombre.
Pero si ese pan es la palabra de vida, si es la forma en que se nos da realmente el Hijo de Dios glorificado, entonces de pan vive el hombre. Porque ese pan establece y desarrolla dentro de nosotros
una vida que no termina, si el hombre no la destruye; una vida que pasará más allá del río de la muerte. De Cristo glorificado hecho pan, de la Palabra hecha pan, sí que vive el hombre.
La Palabra concentra en sí muchas palabras, es el «verbum abbreviatum» que decían los autores antiguos; palabra concisa que dice mucho, palabra resumida, como título concentrado de un largo libro. «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1, 1-2). Como esa Palabra resume y condensa todas las palabras de la Escritura, éstas desarrollan y articulan, refractan en muchos colores, quiebran en muchas facetas la Palabra única y definitiva. Y esa Palabra, que un día tomó forma humana, ya glorificada, se encierra en el pan eucarístico. En forma de alimento nos comunica vida suya.
Antes de tomar ese pan menudo y enorme, blanco y misterioso, unas palabras nos van a explicar algún aspecto de su misterio. El misterio de Jesucristo se manifestó en unos cuantos años de vida, unas cuantas enseñanzas, unos cuantos milagros. Aunque Juan nos diga: «Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo», sólo una parte del misterio llegó a manifestarse, o lo hizo de forma concentrada. Para desentrañar el misterio entrañable, la liturgia echa mano de los evangelios y, con ellos, de textos del Antiguo Testamento: preparaciones, profecías y símbolos que expone a la luz del Nuevo Testamento. Al ser iluminados con esa luz, explican aspectos del misterio. Como un tapiz plegado, que ha de desplegarse para mostrar la imagen, así un símbolo mencionado o aludido del evangelio despliega su sentido en la imagen correspondiente del AT, si la disponemos y enfocamos correctamente. Todo el intento de la liturgia de la palabra es aclararnos el misterio de Cristo: lo que es para nosotros, lo que nos ofrece, lo que exige.
De ese modo, las palabras de la liturgia eucarística son realmente «palabras de vida» y pertenecen a la celebración eucarística como parte integrante.

5. Durante el Concilio Vaticano II, un representante de una Iglesia oriental expuso brevemente el pensamiento de muchos orientales sobre la palabra inspirada. De la intervención de Mons. Edelby voy a recoger y comentar algunas frases que nos ayudarán a entender el tema presente. Subrayo la frase más pertinente:

BI/EU EU/BI

«La Escritura es una realidad litúrgica y profética; una proclamación, más que un libro; el testimonio del Espíritu Santo sobre el acontecimiento de Cristo, cuyo momento privilegiado es la liturgia eucarística. Por ese testimonio del Espíritu la economía entera de la palabra revela al Padre. La controversia postridentina ha visto en la Escritura, ante todo, una norma escrita. Las Iglesias orientales ven en ella la consagración de la historia de salvación bajo especies de palabra humana, inseparable de la consagración eucarística, que recapitula toda la historia en el cuerpo de Cristo.»

Notemos la centralidad de la Eucaristía y la unión de dos consagraciones: una historia bajo especie de palabra, un cuerpo que recapitula la historia bajo especies de pan y vino. Para explicar la «consagración de la historia bajo especie de palabra», recurro al texto de Lucas sobre la anunciación: «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, al que va a nacer lo llamarán Consagrado, Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Como la concepción acaece bajo la sombra de Dios Padre, a impulsos del Espíritu Santo, ese hombre que comienza a existir está desde el primer momento consagrado, es Hijo de Dios. No son títulos o privilegios que se le añadan más tarde.
Algo así sucede cuando, a impulso del Espíritu, un retazo de historia humana se hace palabra. Si hay literatura de evasión, también existen grandes obras literarias: mitos y leyendas, épica e historia, teatro y poesía lírica. Por medio de esos textos comulgamos unas veces con el poeta que se ha expresado en ellos, otras veces con una experiencia humana individual y general.
Grandes narradores y dramaturgos sienten un día que en su mente es concebido un personaje; acaso de la historia, de la leyenda; acaso pura ficción. Al principio ellos envuelven y hacen crecer al personaje, y éste va cobrando una vida personal que el autor ha de respetar. Esos personajes representan, encarnan experiencias humanas importantes. Otras veces, grandes ansias, angustias, esperanzas de los hombres, pasando por la mente del poeta, se transforman en palabra poética. Las grandes obras literarias nos suministran una experiencia vicaria que nos enriquece humanamente. A nuestro modo, la revivimos, o convivimos con los personajes y sus azares. Todo llega a nosotros en forma de palabra poética, simplemente humana.
Hasta cierto punto, así es la Biblia. Un autor anónimo nos cuenta escenas de vida patriarcal, otro relata la epopeya de la liberación, otro canta la esperanza de retornar a la patria. La experiencia de unos personajes y de un pueblo se transforma en palabra permanente. Sólo que se añade algo cualitativamente diverso y superior: como esa transformación se realiza a impulso del Espíritu, lo que resulta, la palabra, nace consagrado, es Palabra de Dios.
Supongamos una lectura: el paso del Mar Rojo. Una comunidad vive la experiencia de la liberación, superando obstáculos desmesurados, guiada por un jefe carismático que actúa en nombre de Dios. Un autor, o varios sucesivamente, dan forma literaria a la experiencia: con entonación épica, con datos legendarios, con símbolos quizá de ascendencia mítica. A través de ese texto, generaciones sucesivas comulgan con la experiencia originaria. Más importante: comulgan también con su Dios, el Señor se les comunica. Porque si Dios dirigió el gran paso, el Espíritu movió al literato. Siglos más tarde, un israelita sufre angustiosamente el abandono de Dios, pasa por una crisis de fe, busca inútilmente respuesta a sus preguntas:

Sal 77, 8-10:
¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
¿Es que Dios se ha olvidado de la piedad
o la cólera cierra sus entrañas?

Hasta que de repente surge en su mente el recuerdo, en su fantasía la visión transfigurada del paso del Mar Rojo, que conoce por haber leído o escuchado los textos tradicionales. La visión tiene tal fuerza que es como si estuviese participando en ella, como si él y su generación se sumasen a la gran marcha y contemplasen la teofanía de Dios. Ya serenado, toma distancia y transforma su nueva experiencia de segundo grado en palabra lírica:

77,19-21:
rodaba el estruendo de tu trueno,
los relámpagos deslumbraban el orbe,
la tierra retembló estremecida;
tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas,
y no quedaba rastro de tus huellas.
Mientras guiabas a tu pueblo como un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.

A distancia de siglos, volvemos a leer o escuchar el relato del paso del Mar Rojo durante la liturgia pascual. Y de nuevo comulgamos con la experiencia antigua a través de un texto que está «consagrado», inspirado. El texto desprende su sentido, que es revelación del Dios liberador; sólo que esta vez la primera liberación está referida a la definitiva, la Pascua de Cristo. En nuestra proclamación litúrgica sopla de nuevo el Espíritu, suenan inspiradas las palabras. Ahora bien, esa consagración no se ha de separar de la otra.

6. Hay otra historia de salvación concentrada en Jesucristo. Es la historia del hombre, sus gozos y penas, sus ilusiones y desengaños, su intimidad y su comunicación, la grandeza y la pequeñez. Todo ello se concentra, de modo especial, en unas coordenadas concretas de tiempo y espacio, en aquel hombre: Jesús de Nazaret, judío, nacido de mujer, nacido bajo la ley. Su vida es como síntesis apretada de la vida humana, hasta la muerte. Porque no quiso renunciar a la última y definitiva experiencia del hombre que es el morir. Al ser resucitado por el Padre, toda aquella experiencia queda glorificada. El nacimiento no queda abolido, permanece glorificado; los milagros no han pasado, perduran glorificados; sus palabras, recogidas en la memoria y en los evangelios están más llenas de sentido, porque están glorificadas.
Ahora quiere comunicarnos su experiencia glorificada, su vida con su sentido, el sentido de la vida. ¿Cómo nos la comunicará para que podamos asimilarla?: consagrando su vida glorificada bajo especies de pan y vino. En el banquete eucarístico comulgamos con la experiencia histórica y la vida glorificada de Jesucristo. No separemos esta consagración de la otra, la consagración bajo especie de palabra.
Que cuando se lean los textos bíblicos, el Espíritu que habita en nosotros nos ponga en pie para escuchar y sintonice nuestros corazones con las palabras de la Escritura. Que la palabra inspirada pueda resonar dentro de nosotros inspirándonos; que nos llene el viento del Espíritu. Que toda la comunidad resuene armónicamente. Que por las palabras de la Escritura toda la comunidad comulgue
con la palabra de Dios y con Cristo, que es su Palabra.

«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21).

LUIS ALONSO SCHOKEL

sábado, 9 de abril de 2016

Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía: la liturgia penitencial

Cuando no hay una razón particular, nuestra celebración eucarística echa por delante una liturgia penitencial, es decir, una acción litúrgica en la que se ejerce el ministerio de la reconciliación. Actualmente esa acción no es una forma especial del sacramento de la penitencia, y no voy a discutir
aquí el problema de su sentido y función original. Podríamos llamarlo un «sacramental», mucho más que un golpe de pecho o tomar agua bendita. El ministerio de la reconciliación es amplio, generoso de parte de Dios, y la Iglesia puede realizarlo de formas diversas, según las circunstancias de tiempo, lugar y personas.

Vamos a inscribir dicha liturgia penitencial en un texto de Pablo:

2 Cor 5, 18:
Y todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través del Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación. 19: Quiero decir que Dios, mediante el Mesías, estaba reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos y poniendo en nuestras manos el mensaje de la reconciliación. 20: Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios exhortara por nuestro medio.

En rigor, no nos reconciliamos nosotros; es Dios quien nos reconcilia, y nosotros «nos dejamos reconciliar» con él. El acto implica un cancelar una deuda o perdonar un pecado, para restablecer las buenas relaciones. Ese perdón lo otorga Dios por medio de Cristo, y a la Iglesia toca ponerse al servicio de la reconciliación.

Hay que subrayar el carácter interpersonal de la acción. Se habla de deuda, que interviene entre dos personas, deudor y acreedor. Si habláramos de ofensa, serían ofensor y ofendido. Más que quebrantar una norma objetiva, hemos faltado a un compromiso con otra persona: ¿de justicia o de amor?

2. Funciones y actos. Dios entra en función de parte ofendida; el hombre, la comunidad, en función de parte ofensora. No negamos que en otras ocasiones Dios actúe como juez, en posición elevada e imparcial, condenando al culpable y absolviendo al inocente. De esta actividad hay numerosos ejemplos en el AT, concretamente en las súplicas del inocente acusado o perseguido y en textos escatológicos. Ahora bien, esos momentos no son liturgias penitenciales que se ordenan a la reconciliación. En la liturgia penitencial del AT Dios no es juez, sino parte. Esto se puede apreciar en muchas querellas proféticas, en los salmos 50-51 y en otros salmos penitenciales. La parte ofendida quiere restablecer las buenas relaciones personales. Lo ha de hacer de manera personal, no mecánica, comprometiendo al ofensor. No puede decir: «no me importa, lo olvido todo, no ha pasado nada», antes de que el ofensor complete su proceso de transformación. Si el ofensor ha quebrantado consciente y libremente sus compromisos, ha pasado algo serio, y el ofendido no dirá «aquí no ha pasado nada», porque eso no sería una reconciliación responsable de dos personas. Más bien entablará un diálogo, se querellará, dirigirá un proceso, para que el ofensor reconozca la culpa y pida perdón. Sólo así se restablecen relaciones personales mutuas.

Si el ofendido dice que no le importa lo sucedido, está implicando que no le importa la persona del ofensor. ¡Cuántas veces despreciamos la crítica de los rivales y, al hacerlo, los despreciamos como personas... ! A Dios le importa la persona del ofensor; por eso le importa lo sucedido. Quiere cancelar la deuda, borrar la mancha, descargar la culpa, perdonar la transgresión; pero quiere hacerlo engranando la conciencia y responsabilidad del ofensor. Sólo al final podrá decir: «lo olvido todo». Responsabilidad es responder: a alguien, de algo. Por eso la liturgia penitencial es un proceso que incluye convocación, diálogo, sanción.

Ese proceso, que es misterio de gracia en acción, toma la forma externa de un juicio contradictorio entre dos partes, ofensor y ofendido. La forma externa es como una pantomima que, al representar, realiza. Algo así como las frases que llaman performatívas (el inglés perform significa ejecutar). Cuando un presidente dice: «declaro inaugurada la asamblea», la asamblea queda real y jurídicamente inaugurada, tiene validez legal. Cuando la asamblea litúrgica representa un juicio contradictorio de reconciliación, lo representado sucede realmente.

Ese proceso o representación eficaz se desarrolla normalmente en tres actos: acusación, confesión, perdón.

3. Primer acto: acusación. La parte ofendida convoca al ofensor, le recuerda los compromisos, le echa en cara su incumplimiento.

Este acto ha quedado implícito o no desarrollado en nuestra liturgia penitencial. Está implícito en la convocación litúrgica. En el nuevo misal italiano lo encontramos aludido:

«El Señor Jesús, que nos invita a la mesa de la palabra y de la
eucaristía, nos llama a la conversión.»
« ... somos llamados a morir al pecado ... »
«El Señor ha dicho: el que no tenga pecado, que tire la primera piedra.»

En el AT nos cansaríamos de citar y leer textos pertinentes. Citaré algunos, tomados de salmos y profetas:

Sal 50, 6:
Dios en persona viene a juicio. 7: Escucha, pueblo mío, que voy a hablarte, Israel, voy a dar testimonio contra ti.

21:
Esto haces, ¿y me voy a callar?, ¿crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara.

Jr 2, 5:
¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí? Siguieron tras vaciedades y quedaron vacíos.

8:
Los sacerdotes no preguntaban: ¿Dónde está el Señor?,los doctores de la ley no me reconocían,
los pastores se rebelaron contra mí, los Profetas Profetizaban en nombre de Baal...

13:
Dos maldades ha cometido mi pueblo:me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua.

Todo el texto de Jeremías 2. 1 - 4, 4. es digno de leerse y meditarse en este punto.La acusación se basa en o apela a los compromisos contraídos. Es decir, existe un compromiso mutuo, y ese compromiso se ha articulado en una serie de cláusulas. El compromiso es la alianza, las cláusulas se enumeran en el protocolo o documento de la alianza. «Congregadme a mis fieles, que sellaron mi pacto con un sacrificio» (Sal 50, 5); «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza?» (Sal 50, 16). La alianza del Sinaí propone diez cláusulas (en griego, deka-logoi, el decálogo); el protocolo está grabado en una losa que se conserva en el templo. En base a esas cláusulas, Dios puede querellarse con su pueblo por no haber cumplido los compromisos solemnemente contraídos.

El pueblo a una había prometido: «Haremos cuanto dice el Señor» (Ex 19, 8; 24, 3.7).

CR/DECALOGO-EV: Para la comunidad reunida a celebrar la Eucaristía, ¿cuál es el punto de referencia?; ¿sigue siendo el decálogo del Sinaí? El precepto del sábado y la prohibición de hacer imágenes de Dios ya no están en vigor. El resto de alguna manera, sí conserva vigencia, aunque no sin más. El cristiano no vive en la vieja alianza, sino en la nueva ; el protocolo de la nueva alianza no es el decálogo del Sinaí, sino el evangelio de Jesucristo.

Las bienaventuranzas, el sermón del monte, el mandato de perdonar a los enemigos no forman parte del decálogo. Y aun lo que de éste conserva su vigor ha sido transformado en profundidad. No es correcto decir que la base de la vida del cristiano, en lo que tiene que hacer, sea el decálogo. En el capítulo 5 de Mateo se leen seis expresiones del siguiente tipo: «Os han enseñado que se mandó a los antiguos... Pero yo os digo... Se mandó también... Pues yo os digo........... ». En vez de Moisés como mediador, Jesús, el Mesías, el Hijo del Padre; en vez del Sinaí, el monte de Galilea; en vez de diez preceptos o prohibiciones, ocho bienaventuranzas o felicidades; en vez de losas de piedra, el Espíritu en los corazones.

Y a partir de ese centro se organizan otras exigencias y normas y consejos del evangelio, que se concentran en el doble amor a Dios y al prójimo. Claro está que el Evangelio engloba y profundiza cuanto hay de permanente en el decálogo; en cambio, el decálogo no contiene todo el Evangelio.Ahora bien, ese evangelio nos acusa reiteradamente. Es nuestro compromiso con Dios Padre, mediado por su Hijo. ¿Lo cumplimos? ¿En qué grado? El evangelio es un anuncio feliz, una buena nueva; ¿no es también un acto de acusación contra nosotros? Se podría leer una página del evangelio tomándolo como querella del Señor con los suyos. Esta comunidad cristiana ¿cree de veras que es un valor el compartir? ¿O sigue creyendo que el valor es adquirir y poseer? Esta comunidad cristiana ¿cree que es un valor y una exigencia trabajar por la paz? ¿O se despreocupa de semejante problema? ¿Siente esta comunidad la sed de justicia? Lecturas y reflexiones de este tipo podrían hacer incidir el mensaje bíblico en las comunidades cristianas con más eficacia.

El evangelio nos incita y nos acusa, después nos ofrece perdón y nos reconcilia. Por eso se invocaba: «Per evangelica dicta deleantur nostra delicta» (por las palabras del evangelio se borren nuestros
pecados). No de forma mecánica, sino de forma responsable, en el proceso de llamada y respuesta.
Ya he dicho que este acto apenas se encuentra en la liturgia penitencial de nuestra celebración eucarística. Más aún, hay ocasiones en que, por preceder otro acto litúrgico o paralitúrgico, p.e. Laudes, se salta del todo la parte penitencial. Otras ocasiones en que lo practiquemos con más amplitud y sosiego nos ayudarán a penetrar el sentido de esta parte de la misa.

4. Segundo acto: confesión. La parte acusada y querellada podría defenderse, negar los hechos o las imputaciones. Pero cuando es Dios quien nos echa en cara nuestra conducta, ¿cómo podremos negarla? «¿Cómo te atreves a decir: No me he contaminado?... ¿Por qué me ponéis pleito, si sois todos rebeldes? (Ir 2, 23.29). En este caso no hay más que confesar la culpa y pedir perdón.Esto se suele preparar dejando un espacio de silencio para que los presentes repasen concretamente algunas culpas más importantes o más recientes o más relacionadas con la celebración específica. Una monición podría encauzar la reflexión. Después la parte ofensora reconoce su culpa y pide perdón a la parte ofendida.

El AT nos suministra innumerables ejemplos y fórmulas de este segundo acto:

Sal 32, 5:
Propuse: Confesaré al Señor mi pecado.

Sal 38, 5:
Mis culpas sobrepasan mi cabeza,
son un peso superior a mis fuerzas.

Sal 51, 3-5:
Por tu inmensa compasión, borra mi culpa.
Lava del todo mi delito, limpia mi pecado,
pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.

Sal 65, 4:
Nuestros delitos nos abruman,
pero tú los perdonas.

Sal 130, 3-4:
Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
El perdón es cosa tuya,
y así infundes respeto.

Jr 3, 22:
Volved, hijos apóstatas,
y os curaré de vuestras apostasías.
-Aquí estamos, hemos venido a ti,
porque tú, Señor, eres nuestro Dios...

25:
nos acostamos sobre nuestra vergüenza
y nos cubre el sonrojo,
porque pecamos contra el Señor nuestro Dios.

Los libros litúrgicos de la misa nos ofrecen un par de fórmulas:
«Señor, ten misericordia de nosotros, porque hemos pecado contra ti», «Tú que has venido a llamar a los pecadores, Cristo ten piedad».

El nuevo formulario italiano es más rico y diferenciado:

«Reconozcamos que somos pecadores e invoquemos confiados la misericordia de Dios.»
«Humildes y penitentes como el publicano en el templo, acudamos al Dios justo y santo, para que se compadezca de nosotros, pecadores.»
«Cristo, que en la cruz has pedido perdón por los pecadores, ten piedad de nosotros.»

Observemos otro aspecto importante. En la liturgia penitencial de la misa no intervienen individuos aislados. No es que el asunto sea de cada uno con Dios y que accidentalmente nos encontremos todos en el mismo sitio y, por ahorrar tiempo, digamos todos a una las mismas palabras. Lo individual no queda anulado, pero no es lo específico en este caso. Es verdad que el confiteor suena en primera persona del singular: «Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho ... » Aun esa fórmula en singular es compartida con un efecto recíproco confesión y testimonio de los «hermanos». Lo propio de la liturgia penitencial en la Eucaristía es su aspecto comunitario. Además de las responsabilidades individuales irrenunciables, hay una solidaridad en la culpa. Los dos elementos no se oponen ni se excluyen, aunque algunos encuentren difícil la armonización o integración.

Algunos temen que, al ponderar la responsabilidad comunitaria, se quiera o se pueda desvirtuar la responsabilidad personal. De ninguna manera.El Antiguo Testamento nos ofrece unas cuantas confesiones de pecado comunitarias, después del destierro; precisamente cuando Ezequiel ha reafirmado la responsabilidad individual (Ez 18). Un ejemplo insigne, que recoge y amplifica los precedentes, es Baruc 1, 15 - 3, 8, del que citaré unas cuantas frases:

1, 15: Confesamos que el Señor nuestro Dios es justo, y a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a judíos y vecinos de Jerusalén, 16: a nuestros reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros padres; 17-8: porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el Señor nos había dado.

3,1: Señor todopoderoso, Dios de Israel, un alma afligida y un espíritu que desfallece gritan a ti. 2: Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos pecado contra ti 5: No te acuerdes de los delitos de nuestros padres, acuérdate hoy de tu mano y de tu nombre.

RBA-COLECTIVA: La responsabilidad es de toda la comunidad, incluso de los antepasados. Cada uno se siente solidario de los demás y carga con la historia del pueblo. Es admirable: solidario en la confesión de un pecado común, el pueblo disperso se siente uno.
En presencia de Dios los pecados no abruman; antes bien, aglutinan a la comunidad.Incluso cuando Daniel ora en primera persona del singular, «escucha la oración y las súplicas de tu siervo», lo hace en nombre de todo el pueblo: «todo Israel quebrantó tu ley rehusando obedecerte... Por nuestros pecados y los delitos de nuestros padres, Jerusalén y todo tu pueblo son afrentados... Pero, aunque nos hemos rebelado, el Señor es compasivo y perdona» (Dn 9), Pueden leerse también Esdras 9 y Nehemías 9.

La corresponsabilidad no se opone a la responsabilidad, antes la engloba. Habría que desarrollar simultánea y armónicamente los dos factores: la conciencia de que individual y comunitariamente somos responsables ante Dios. No sólo el cristiano falta a sus compromisos de alianza, sino que esta comunidad cristiana, en cuanto tal, falta a sus compromisos evangélicos con Jesucristo. La liturgia penitencial eucarística puede ser un momento oportuno para educar y robustecer esa conciencia. De nuevo, el formulario italiano nos ofrece material oportuno:

«Al empezar esta celebración eucarística, pidamos la conversión del corazón, fuente de reconciliación Y comunión con Dios y con los hermanos.»
«Reconozcámonos todos pecadores y perdonémonos mutuamente de lo hondo del corazón.»
«Señor, que nos construyes como piedras vivas para formar el templo santo de Dios, ten piedad de nosotros.»

5. Tercer acto: el perdón. También este acto se enuncia en forma plural. Y se pronuncia en forma de petición. Dios no viene como juez a condenar al culpable, convicto y confeso; viene como parte ofendida a reconciliar al hombre consigo. El hombre no puede por su cuenta reconciliarse con Dios ni Dios tiene que reconciliarse con el hombre. La acción es de Dios Padre y de Jesucristo: «Jesucristo, el justo [inocente], intercede por nosotros y nos reconcilia con el Padre» (del nuevo formulario italiano).
El acto final de un juicio contradictorio, entre dos partes, puede suceder de tres formas. El ofensor o deudor restituye o satisface totalmente al ofendido y se restablece así la relación justa entre ambos. Sucede una avenencia o composición; el ofendido acepta una compensación parcial, una reparación modesta, y se da por satisfecho; el ofensor repara así la culpa y hasta queda agradecido.El ofendido renuncia a sus derechos, perdona enteramente la deuda, totalmente la ofensa. Toca a la parte ofendida escoger la salida del proceso; el ofensor sólo puede suplicar. La liturgia penitencial eucarística entra en el tercer desenlace: Dios perdona y sellará la reconciliación con el banquete. El presidente de la acción litúrgico emplea una forma de súplica, no la forma aseverativa: «Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». No dice: «Yo os perdono», ni «Dios nos perdona», sino que suplica y se incluye en la comunidad pecadora, en el «nosotros, nuestros, nos». La historia nos enseña que en otras épocas, en otras regiones de la Iglesia, se ha empleado la fórmula suplicatorio con validez sacramental (he de volver sobre el asunto en otra ocasión).

Es más, nuestra fórmula actual es muy antigua o depende de textos antiguos y tradicionales.Entonces, ¿es una mera súplica? ¿O tiene de algún modo valor performativo, eficaz? No es performativa en cuanto que realiza lo que dice, pues no enuncia; es eficaz en cuanto que tiene la garantía de que será concedida la petición, aunque no sea en forma sacramental. En ese momento no habla Dios ni tampoco Jesucristo, como intercedió en la cruz: «Padre, perdónalos». No habla el sacerdote en representación de Dios o de Jesucristo, pues se incluye entre los pecadores. Habla como miembro cualificado de la comunidad y en nombre de ella. Sólo que lo dice con el encargo y la promesa de perdón de Dios, con la garantía de la reconciliación realizada por medio del Mesías: «Dios nos reconcilió consigo a través del Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18).

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987.Págs. 19-29

sábado, 2 de abril de 2016

¡Solamente creyendo en él!

Jesús callado en el Sagrario, me enseña con su sola presencia todo lo que debo creer, me da fuerza, comiéndolo, para que crea y para que viva de mi fe y además, por verlo con los ojos cerrados de mi cara y oírlo con los oídos de carne cerrados está dando a mi fe un valor y un mérito siempre crecientes.

El mérito de la fe de los que trataron a Jesús mortal estuvo en que, viendo sólo su humanidad, creyeron en su divinidad; el mérito de la fe de los que lo tratamos oculto y callado en el Sagrario es superior; por el solo estímulo de su gracia y por la sola autoridad de la Iglesia, sin ver nada lo creemos todo, sin oír nada lo obedecemos siempre, sin verlo ni oírlo ni gustarlo le rendimos cuanto somos.



Madre Inmaculada, que yo siga,
obedezca y ame a tu Jesús sin sentirlo,
sin verlo, sin oírlo y sin gustarlo...
¡solamente creyendo en Él!
(Beato Manuel González)

viernes, 1 de abril de 2016

Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía: La Señal de la cruz

1. «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.  Amén». Así empieza la misa y así comienzan muchas acciones  nuestras. Y no nos damos cuenta de lo que hacemos, quizá porque  tenemos prisa por rezar. Nos parece que santiguarnos no es rezar,  sino un simple pórtico para rezar. No es que hagamos un garabato en el aire, apenas reconocible; lo hacemos correctamente, pero sin  detenernos, sin particular atención, porque tenemos que rezar un  Avemaría o un Padrenuestro, o vamos a celebrar la misa. Sin embargo, pocos momentos de oración hay tan intensos, tan  concentrados, como el hacer la señal de la cruz.

Imaginemos un turista que sube la escalinata de la catedral de Santiago y atraviesa velozmente el pórtico para adentrarse en las naves. Habría que agarrarlo del brazo, sujetarlo, detenerlo ante el Pórtico de la Gloria, la gloria de esos apóstoles de piedra que saludan y reciben a los visitantes. Algo así es el santiguarse, magnífico pórtico por el que nos internamos gloriosamente en la oración.

En castellano tenemos dos verbos y dos gestos: santiguarse y persignarse. «Santiguar» es una derivación popular de «santificare»; las dos formas coexisten en la lengua con significados diversos, aunque prestando su etimología a la comprensión. Están en la misma relación que mortificar y amortiguar, multiplicar y amuchiguar, testificar y atestiguar, verificar y averiguar, pacificar y apaciguar. Santiguar equivale a santificar o consagrar: su forma es una cruz y una invocación trinitaria. «Persignarse» es aumentativo o factitivo, como persuadir, perseguir, perturbar. Se ha reservado a la triple cruz «en la frente, en la boca y en el pecho». El texto que pronunciamos es una súplica de protección: «Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor». Función protectora, frente a función consacratoria, del signarse o santiguarse.

En esta primera reflexión voy a fijarme en la señal de la cruz con invocación trinitaria que encabeza nuestra celebración eucarística.

Dos elementos hay que considerar: la señal y el nombre.

2. CZ/SEÑAL: La señal es un uso cultural muy antiguo, que conserva su validez en nuestros días. Señal, marca, contraseña, etiqueta, marbete, tarja, etc.: la pluralidad de sinónimos indica la presencia multiforme de dicha práctica.

SELLO/SEÑAL: Las excavaciones en territorios del Oriente Antiguo han sacado a la luz asas de jarra con letras o signos grabados. Podían indicar el productor o el propietario de una mercancía. Grano, vino, aceite producidos y cosechados por N., o bien propiedad de N. Son innumerables los sellos en forma cilíndrica provenientes de Mesopotamia y otros en forma de escarabajo provenientes de Egipto. El artista grababa en ellos un diseño o una escena en negativo. Era un trabajo de miniatura, a veces exquisito. El cilindro se hacía rodar sobre un material blando y dejaba impresa la escena en positivo. Había sellos de anillo, otros se suspendían del cuello o de la muñeca. Podían pertenecer al rey, a un ministro, a un secretario, y se empleaban con valor jurídico en los documentos. La delegación de autoridad podía ir acompañada de la cesión del sello personal.
También el Antiguo Testamento documenta la costumbre. «El Faraón se quitó el sello de la mano y se lo puso a José» (Gn 41, 2), delegando en él su autoridad imperial. Jezabel «escribió unas cartas en nombre de Ajab, las selló con el sello del rey y las envió a los concejales y notables de la ciudad» (1 Re 21, 28). El rey Asuero dice a Ester y a Mardoqueo: «Vosotros escribid en nombre del rey lo que os parezca sobre los judíos y selladlo con el sello real, pues los documentos escritos en nombre del rey y sellados con su sello son irrevocables» (Est 8, 8; cfr. 3, 12). Ya el patriarca Judá llevaba su sello personal colgado de un cordel (Gn 38, 18.25). Jeremías usa la imagen del sello para indicar una pertenencia muy personal del rey al Señor: «¡Por mi vida, Jeconías, aunque fueras el sello de mi mano derecha, te arrancaría! » (jr 22, 24). Según el profeta Ageo, el Señor dice a Zorobabel: «Te haré mi sello, porque te he elegido» (Ag 2, 23).
Así se indicaba la procedencia y la pertenencia: un edicto emanado del rey, una casa propiedad de un personaje. La costumbre pervive en nuestros días con cambios accidentales. Gran parte de la publicidad, sí no toda ella, se monta sobre la marca, que el consumidor debe reconocer. Vemos una circunferencia con tres radios y reconocemos la marca del coche. Lo mismo sucede con detergentes, licores y películas. Existe la marca o marco de calidad.
Pero también pone uno una marca, un ex-libris, en sus libros y se bordan unas letras en sábanas o pañuelos. La costumbre moderna es tan sabida, tan consabida, que hasta podemos recibir su impacto de forma subliminar. Y por ella entendemos sin dificultad bastantes textos de la Biblia.

3. Marca y señal en la Biblia. Voy a comentar unos cuantos textos en que la marca dice posesión o tiene función protectora. Job recita su alegato y después se lo entrega a Dios diciendo: ¡Aquí está mi firma! o mi marca (Job 31, 35). El sumo sacerdote ostentaba una diadema con una joya en la cual estaba grabado «Consagrado al Señor» (Ex 28, 36-37). Isaías Segundo anuncia la restauración del pueblo, su entrega al Señor: 44, 5: Uno dirá: Soy del Señor, otro se pondrá el nombre de Jacob; uno se tatuará en el brazo: Del Señor, y se apellidará Israel.*

Como el propietario marcaba en el asa del cántaro su nombre, en señal de propiedad, así los israelitas se marcan en el brazo el nombre de su Señor y dueño.
Hacia el final del Cantar de los Cantares, ella habla apasionadamente: «Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón» (Ct 8, 6). Quiere ser plenamente del otro, estar en él sin separarse jamás. No le pide que grabe su nombre en brazo y corazón, sino «grábame» a mí, para ser totalmente tuya. Es lo que ha dicho en otros términos: «Mi amado es mío y yo soy suya» (2, 16). Es la unión del amor, fuerte como la muerte. El queda marcado con ella, para siempre.

El poeta del destierro aplica audazmente la imagen a Dios. Jerusalén, la ciudad que personifica al pueblo, es la esposa del Señor. Se queja de que su marido la haya olvidado, y él protesta: «En mis palmas te llevo tatuada, tus muros están siempre ante mí» (Is 49, 16). Como si llevara debajo de la piel un diseño de la ciudad para recuerdo imborrable.

Está también la marca protectora. «El Señor marcó a Caín, para que no lo matara quien lo encontrara» (Gn 4, 15). Esa señal indica que está bajo la jurisdicción directa del Señor y que a nadie le está permitido hacer justicia en el homicida. Ezequiel desarrolla el tema en una visión. «Por sus pecados Jerusalén está condenada», y el Señor despacha a los ejecutores de la sentencia. Conviene leer el texto:

Ez 9, 1: Entonces le oí llamar en voz alta: -Acercaos, verdugos de la ciudad, empuñando cada uno su arma mortal. 2: Entonces aparecieron seis hombres por el camino de la puerta de arriba, la que da al norte, empuñando mazas. En medio de ellos un hombre vestido de lino, con los avíos de escribano a la cintura. 3: Al llegar se detuvieron junto al altar de bronce. La gloria del Dios de Israel se había levantado del querubín en que se apoyaba, yendo a ponerse en el umbral del templo. Llamó al hombre vestido de lino, con los avíos de escribano a la cintura, 4: y le dijo el Señor:
-Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén y marca en la frente a los que se lamentan afligidos por las abominaciones que en ella se cometen.
5: A los otros les dijo en mi presencia:
-Recorred la ciudad detrás de él, hiriendo sin piedad ni compasión. 6: A viejos, mozos y muchachas, a niños y mujeres, matadlos, acabad con ellos; pero a ninguno de los marcados lo toquéis. Empezad por mi santuario.

Marca, en hebreo, se dice tau, o sea, la letra «tau», que antiguamente se escribía con dos trazos en cruz. El escribano va marcando la «tau», la cruz, en la frente; una señal que significa «fieles al Señor», y en virtud de la cual se salvan de la matanza. Es una garantía patente que han de respetar los verdugos. Algo parecido a aquella marca de sangre en jambas y dinteles de las puertas, cuando por las vías de Egipto pasaba el exterminador cobrando tributo de primogénitos. (Ex 12, 23). O como la cinta roja en la casa de Rajab, junto a la muralla de Jericó, que sirvió para salvar a toda la familia (Jos 2, 81).

El Apocalipsis recoge y transforma la escena de Ezequiel:

AP 7, 2:
Vi después un ángel que subía de oriente llevando el sello de Dios vivo. Con un grito estentóreo dijo a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y el mar: 3: -No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente con el sello a los siervos de nuestro Dios. 4: Oí también el número de los marcados: ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de Israel.

4. Con los textos precedentes hemos pasado del contexto cultural genérico al contexto religioso de la Biblia. Un par de veces nos ha salido ya el nombre como señal. En la diadema del sumo sacerdote,
en el tatuaje de los fieles al Señor. El nombre puede ser la marca o parte de ella. Nosotros reconocemos el coche por esa circunferencia con tres radios y también por su nombre, Mercedes.

El hijo lleva el nombre del padre, de quien procede: Ezequiel hijo de Buzi, Jeremías hijo de Jelcías. El templo lleva el nombre del Señor; los altares se dedican invocando el nombre del Señor. La bendición se realiza «imponiendo», invocando el nombre del Señor sobre la comunidad.

5. BAU/FORMULA: En contexto cristiano, San Pablo nos dice que «donde hay un cristiano, hay una nueva creación» o nueva humanidad; hay un origen nuevo, un pertenecer nuevo. El cristiano
se incorpora por la fe a Cristo y queda marcado. El bautismo es una señal, una marca vitalicia que no se borra; esa marca es nada menos que el sello del Espíritu, impuesto por Dios; con él Dios santifica (o santigua), consagra. Desde ese momento hay un hombre nuevo, porque es hijo de Dios. Al ser adoptado recibe una participación de vida divina, empieza a vivir con un aliento nuevo.

Ef 1, 13:
Y por él también vosotros, después de oír el mensaje de la verdad, la buena noticia de vuestra salvación, por él, al creer, fuisteis sellados con el Espíritu Santo prometido, garantía de nuestra herencia, para liberación de su patrimonio, para himno a su gloria.

4, 30:
No irritéis al Espíritu de Dios, que os selló para el día de la liberación.

El nacimiento a vida nueva se expresa eficazmente en el símbolo del agua como seno fecundo de la Iglesia; se añade como gesto la señal de la cruz y la invocación o dedicación al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Señal y nombre.

Hace falta una aclaración importante, porque la fórmula castellana «en el nombre de» puede entenderse mal. Hemos visto en hebreo dos casos de consagración al Señor con la expresión leyahwe, o sea, la preposición de entrega o pertenencia y el nombre personal (Ex 28, 36 e Is 44, 5); en otros casos se emplea el término «nombre»:

2 Sm 7, 13:
El edificará un templo en mi honor / a mi nombre (lismi).

1 Re 3,2:
Un templo en honor del Señor (lesem Yhwh).

Mal 1, 11:
Ofrecen sacrificios y ofrendas a mi nombre (lismi).

En cambio, para significar que se actúa «en nombre de otro», en representación de alguien, el hebreo emplea la preposición be-: Ex 5, 23; Dt 18, 20.22; 1 Sm 25, 5.9; 1 Re 22, 16; Jr 20, 9, etc. En el primer grupo el traductor griego usó el dativo, tô onomati; en el segundo usó en onomati. La fórmula bautismal de Mt 28, 19 emplea una fórmula inequívoca de consagración «al nombre ... », eis to onoma. En castellano, cuando uno hace o actúa «en nombre de», está representando a otra persona entidad; pero no se usa la expresión «consagrar, dedicar al nombre de N», sino sencillamente «dedicar a N»; sí aceptamos «poner a nombre de», como traspaso de posesión. Por eso puede resultar engañosa la fórmula bautismal «te bautizo en nombre del Padre»; como si el oficiante actuara en representación del Padre. El verdadero sentido es una dedicación total, una consagración, un poner a nombre de la Santísima Trinidad.

6. Así de grande es la señal de la cruz y el nombre trinitario sobre esa criatura, que empieza a ser «superhombre», hijo de Dios marcado para siempre. Pero nuestra vida no es sólo el hecho radical ontológico, el fundamento último indestructible, porque nosotros somos conciencia y libertad. Nuestro ser profundo se va desarrollando o articulando a lo largo de acciones minúsculas o grandes, cotidianas o decisivas, íntimas o patentes, de las cuales tenemos conciencia, nos acordamos o nos olvidamos. El hombre es un ser unitario, profundo, que se realiza en múltiples facetas.
Por el hecho de actuar como cristiano, podemos decir que toda la actividad de un hombre marcado brota marcada. Pero, dado que nos poseemos por la conciencia refleja y poseemos nuestro obrar por la libertad, queremos marcar conscientemente cada obra y actividad nuestra, cada día nuestro, con la marca o señal del cristiano. Lo profundo que subsiste en nuestro existir va a manifestarse en una actividad que emprendemos, en el nuevo día que amanece trayéndonos el programa de nuestras tareas y quién sabe si alguna propina imprevista. Entonces santiguamos ese día, ese viaje, esa tarea, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Marcamos nuestra actividad y nuestro reposo, gozos y dolores con la señal de la cruz y el nombre trinitario, y así vamos realizando nuestro ser cristiano a lo largo de la vida. Y también nuestra muerte
será marcada con la señal de la cruz. No que obras y acciones necesiten una nueva consagración, cuando el manantial de la existencia está ya consagrado por el bautismo; es que añadimos a cada acto el esplendor de la conciencia, el dinamismo de la libertad.

¿Y qué significa marcar nuestra actividad con la señal de la cruz?

La cruz significa sacrificio por amor, es muerte para la resurrección. La señal de la cruz sobre nuestras obras significa anular nuestro egoísmo y liberar para el amor. Significa renunciar a la vanidad, al prestigio, al afán de poseer o dominar, para consagrar la obra a Cristo. Es un sacrificio propio para una vida más alta. Una obra que realizo por pura vanidad no puede llevar la señal de la cruz, no está crucificada, no está santiguada cristianamente; una obra de apostolado por amor al prójimo está ofrecida y consagrada:

Rom 14, 7:
Porque ninguno de vosotros vive para sí, ninguno muere para sí. 8: Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor: en vida o en muerte somos del Señor.

Anular el sentido egoísta de una acción es marcarla con la cruz; es también liberarla y dejarla disponible para un dinamismo nuevo, trinitario. He aquí la grandeza y la responsabilidad de santiguarse.
Pues bien, cuando comenzamos la obra más importante de la semana o del día, al empezar la Eucaristía, nos santiguamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y el sentido trinitario de la celebración eucarística, que volverá a expresarse en varios momentos, queda proclamado desde el principio.

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA
SAL-TERRAE SANTANDER 1987. Págs. 9-17
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* Todas las citas bíblicas están tomadas de la Nueva Biblia Española, traducida por L. ALONSO SCHÖKEL y J. MATEOS (Madrid 1975).