El próximo 16 de octubre, su Santidad el Papa Francisco te proclamará santo.
Me parece estupendamente
bien. Te lo tienes ganado a pulso.
Mi muy querido don Manuel:
Me tomo la licencia de apearte el tratamiento y la
libertad del tuteo porque te conozco desde ya hace muchos años. Desde siempre
-y aunque tú no lo supieras- te he tenido por un viejo amigo,
amén de por un original maestro. Comencé a tratarte en mis ya lejanos años de
estudiante en el Seminario Diocesano de Vitoria. En las clases de catequética
las enseñanzas pedagógicas de tus libros hacían autoridad. Tus escritos nos
iniciaban en un estilo nuevo de enseñar el catecismo, hecho de participación
activa y atento siempre a las pequeñas peripecias de la vida de cada día. El
diálogo vivo, chispeante, agudo, pintoresco y hasta un tanto así de folklórico,
arrumbaba los antiguos moldes de las preguntas y respuestas del Astete o del
Ripalda.
No estoy nada seguro de que yo, vasco como
soy, alcanzara a captar todos los matices, sutiles y finísimos, de tus catequesis
andaluzas. Si recuerdo que el aula se llenaba de sonrisas y, a las veces, hasta
de sonoras carcajadas por la vivacidad y por el tipismo de tus decires y más
aún por la desbordada imaginación con que contabas a tus “chaveítas” de Huelva,
primero, o a los muchachotes de El Perchel y de la Playa de San Andrés, ya en
Málaga, después, las páginas mejores del Evangelio de Jesús. Me resultaba
sorprendente la habilidad con que enlazabas los diálogos de los chavales en el
patio de la escuela con las escenas evangélicas y cómo aplicabas el meollo de
las parábolas del Maestro a los mínimos aconteceres de la vida diaria de tus
chicos.
He de confesarte que ya desde entonces me
parecías un tipo fenomenal y un bastante o un mucho fuera de serie, aunque no
imitable sin más ni más. Yo no me veía en tu pellejo. Creo que me habría muerto
de vergüenza si se me hubiera ocurrido echar mano de tus expresiones o si
hubiera tratado de reproducir en mis catequesis los pifostios que tú te
montabas en las tuyas para visualizar -valga por caso- los diablillos de las
tentaciones y los angelitos que nos llevan a hacer el bien... Había que ser
sevillano como tú, me decía a mí mismo, para designar como “el Amo bendito” al
Jesús de los Sagrarios o como “el tiznado” al demonio.
Pero esto era, sin duda, lo de menos.
Comenzaba a comprender que no podían explicarse sólo por tu sevillismo ni la
inmensa libertad de espíritu de que hacías gala en tus libros ni el derroche de
gracia y de salero -en el límite del desparpajo- con que comentabas el
Evangelio. Porque lo curioso y espectacular del caso era que tanto donaire y
tanta pintoresca frescura en tu modo de hablar y de escribir no resultaba
impedimento alguno para que toda tu actuación de catequista estuviere transida
de una singular unción religiosa. Por debajo de las gracias y de los brillos de
tus chistes se adivinaban los impulsos incontenibles de tu celo apostólico y
tus ansias infinitas por hacer que el Amor fuera amado, que el Corazón de Jesús
reinara en todos los hogares, que la soledad del Sagrario diera paso a la
compañía y a la reparación.
Sí, mi viejo amigo, tu pedagogía catequética era
todo un derroche apasionado de amor a Dios, la expresión de un hombre chiflado
por el Señor. Se te notaba a mil leguas de distancia que hablabas de lo que
vivías y que enseñabas lo que antes había sido tu experiencia más íntima.
Y ellos, los pobres y pequeños sí te comprendieron.
¡Qué delicia de diálogo el que mantuviste con
aquel crío que, a tu parecer, por el color y el olor de sus manos y de su cara,
no podía ser sino “sargento de colilleros”!
Te interpelaba el chaval: “Señó
Bispo, ¿cómo vamos?
Tú le respondiste: “Bien, hombre, ¿y tú?
Y el chaval que te
dice: “Pos la má de contento con osté”.
Y dirigiéndose a sus amigos que se
estaban acercando al diálogo:
“Camará ¡y qué Bispo nos ha caío!”
Siempre así. Rodeado de pobres y querido por
los pobres. Rodeado de chiquillos y querido a matar por los chiquillos.
(Texto completo en: "Folletos con él"- mayo de 2001)