Queridos hermanos y hermanas:
En
la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús
dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn
17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La
tradición cristiana acertadamente la denomina la oración "sacerdotal" de
Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su
sacrificio, de su "paso" [pascua] hacia el Padre donde él es
"consagrado" enteramente al Padre» (n. 2747).
Esta
oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la
colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom
kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí
mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la
comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel,
después de las transgresiones de un año, la consciencia de la
reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el
«pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús,
presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la
estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en
el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y
víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que
creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).
La
oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia
glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más
que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a
entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se
cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora»
comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la
ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la
salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado
el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por
casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado
la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn
17, 1).
La
glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo
Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia
que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre,
glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que
el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición
constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste
en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto
supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria
verdadera, la gloria divina.
El
segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por
los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús
puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en
medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu
palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la
realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la
humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es una
realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia
con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una
«realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la
encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace
cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el
sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.
En
el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los
discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad:
tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío
también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que
también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto:
En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir
que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo
tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la
propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios:
por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente
de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y,
por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el
significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a
Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se
entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a
sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del
mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por
ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos,
será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en
misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a
sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo» (Jn 20, 21).
El
tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin
de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder
en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la
misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No
sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la
palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los
tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica
comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al
igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos.
La oración de la "Hora de Jesús" llena los últimos tiempos y los lleva a
su consumación» (n. 2749).
La
petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus
discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de
cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que
proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre
mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que
proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la
tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea
que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una
parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas
creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda
claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un
objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente
sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús
—a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la
eficacia de la misión cristiana en el mundo.
«Podemos
decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de
la Iglesia... Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús
crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los
discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre,
recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el
mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una
verdadera definición de la Iglesia.
La
Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente
palabra: es el acto en que él se "consagra" a sí mismo, es decir, "se
sacrifica" por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).
Jesús
ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad,
recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser
«del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada
para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia
se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de
Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí
mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de
Dios.
Queridos
hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran
riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a
meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos
enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a
Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que
tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que
le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás,
a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de
abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la
petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor
a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los
demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes
en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la
unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder
a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3,
15)
Benedicto XVI