viernes, 25 de marzo de 2016

Entregándose siempre

Los hombres todos parece que hacen un alto en sus ocupa­ciones y preocupaciones de todos los días al llegar el Jueves y Viernes Santo, y cada uno a su manera deja entrar dentro de su alma el eco de esas palabras de nuestro símbolo: padeció y murió.



Hace veinte siglos que ocurrió lo que significan esas palabras, y para esa Pasión y Muerte aun hay lágrimas de compadecidos, gemidos de penitentes, heroísmo de imitadores, y también imprecaciones de populacho seducido, hipócritas protestas de perseguidores arteros, torpes subterfugios de cómplices cobardes y saña diabólica de verdugos de inocen­tes...

Padeció y murió, oyen decir los unos y rezan y lloran y piden perdón, y protestan amor y se aprestan a padecer y a morir por el que padeció y murió por ellos...

Padeció y murió, oyen los otros y, rechinando los dientes o lavándose hipócritamente las manos o gozándose en la sangre inocente, repiten el «crucifícalo», o el «no queremos que éste reine sobre nosotros», o el «preferimos a Barrabás», o el «queremos raer sobre la haz de la tierra su nombre».

Diríase que cada Viernes Santo que pasa, más que un aniversario y un recuerdo de aquel primer Viernes santo es una repetición del mismo.

Se repiten la piedad valiente y delicada de las Marías, la fidelidad de Juan, las lágrimas de la Virgen, la confesión del ladrón, la misericordiosa solicitud de los santos varones... y se repiten los odios y las seducciones y las ingratitudes, y los salivazos y las bofetadas y la cruz, y no se repite la muerte porque... no pueden.

Y pregunto:

¿Qué hombre es ése que padeció y murió y qué clase de padecimientos y de muerte son ésos que, a los veinte siglos de ocurridos, de ese modo conmueven todos los corazones como si ocurriesen en el día?
¿Conocéis algún muerto cuyos parientes y herederos lo lloren tantos siglos? ¿Conocéis algún muerto cuyos verdugos se lleven veinte siglos gozándose en su muerte? ¿Habéis visto más lágrimas sobre una víctima o más implacabilidad sobre un reo?
¿Y no les dicen nada a esos pobres verdugos esos veinte siglos de Pasión llorada por unos y repetida por otros? ¿No ven que ni ese amor ni ese odio son de esta tierra?
Si ese odio les dejara ver, ¡no ven!, se convencerían de que son amor y odio sobrehumanos; amor de cielo, odio de infierno.

Solamente con amor de cielo se puede amar tanto y por tanto tiempo y sólo con odio de infierno se puede odiar tanto y por tantos siglos. Los hombres solos no saben ni pueden odiar así. ¡Pobrecillos!

¡Pobrecillos los perseguidores!, perpetuamente condenados a servir a Barrabás, capitán de ladrones y viciosos, por no querer a Jesucristo Hijo de Dios vivo; condenados a bajar siempre del Calvario como los fariseos y los verdugos rechinando los dientes y confundidos por la ira de Dios, por no querer bajar como el Centurión, confesando que verdadera­mente aquel hombre era Hijo de Dios.

¡Pobrecillos y eternamente pobrecillos los perseguidores!

Ellos se irán con sus decretos persecutorios, con sus impiedades escritas, habladas o hechas, con sus intriguillas y con sus triunfos de poco tiempo; se irán, sí, como se fueron los que les precedieron en el oficio; pero el Jesu­cristo por ellos perseguido, la Iglesia Católica con su sacerdocio, su Misa y su Sagrario por ellos envidiada y escarnecida, ésos no se van.




Madre querida del eterno condenado a destierro y a muerte haz de mi corazón fortaleza y refugio para defensa y descanso de tu Jesús.

(Beato Manuel González)

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