jueves, 5 de marzo de 2015

Partícula para eucaristizarnos. Marzo 2015

«¡Cuántas veces se quejará Jesús 

de lo pronto que nos cansamos de Él! 

¡Qué pena da escribir: cansados de Jesús! 

De Él, ¡tan incansable en estarse en el Sagrario, 

ansioso de ganas de dar pan, paz, salud, perdón, 

consuelo y vida eterna al que se le acerque y pida!»

Florecillas de Sagrario: OO.CC. I, n. 642






¿Podemos imaginarnos a Dios agobiado y sentado sobre una piedra diciendo ¡no puedo más, esto me supera!? Recordemos las palabras del profeta «¿Es que no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? Que Dios desde siempre es Yahveh, creador de los confines de la tierra, que no se cansa ni se fatiga, y cuya inteligencia es inescrutable» (Is 40,28). Él siempre está, nos espera para perdonarnos, curarnos, fortalecernos. «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia» (Evangelii gaudium, 3).

San Mateo es quien ha querido que se grabasen en nuestro corazón las últimas palabras de Jesús resucitado «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Estas palabras son las que dan esperanza y sostén al verdadero creyente de poder contar con Jesús siempre. No se trata de un recuerdo amistoso, ni de una promesa vacía que se queda solo en la buena intención de quien la hace, sino que permanece con los suyos siempre. Él está vivo, anima y llena con su espíritu a la comunidad creyente, a la Iglesia, por eso da la seguridad de que cuando dos o tres se reúnen en su nombre allí está en medio de ellos.

Pero también nos regaló otra presencia asombrosa, aunque muy poco comprensible para la razón humana. En una aparente paradoja, la noche de la última cena pascual, cuando dice a sus discípulos que se irá, inaugura un modo nuevo de estar con nosotros mediante la presencia de su Cuerpo y Sangre en la Eucaristía.

Jesús se queda en cada Sagrario para que no sea la tristeza y la angustia quien nos oprima. Él quiere infundir, en lo más profundo de nosotros, la certeza de que no es la violencia o la dureza sino la fuerza inmensa del amor quien hace posible que nuestra vida llegue más allá de la muerte.


Cada encuentro con Él nos transmite una esperanza firme en medio de un mundo que presenta oscuras perspectivas y que parece bloquear toda confianza. Nos muestra el sentido de la auténtica orientación a nuestro vivir, pues a pesar de que nuestra sociedad nos ofrece medios placenteros y atractivos de vida, no nos dice cuál es la verdadera razón de nuestra existencia.


Acercándonos a Él experimentaremos la seguridad de que no hay sufrimiento que sea irrevocable, ningún fracaso sea absoluto, ninguna frustración definitiva y, sobre todo, que no hay pecado imperdonable.

Jesús vino a salvar al hombre y continúa ofreciendo su salvación en su presencia eucarística, pero muchas veces no encuentra quien quiera salvarse y esta presencia se hace inservible. A los creyentes, miembros de la Familia Eucarística Reparadora, nos tiene que doler que tantos no lo sepan, que no se aprovechen de ese don que ofrece pan, paz, salud, perdón, consuelo y vida eterna al que se le acerque y pida.

El beato Manuel González quería que todas las personas que se encontraba en su camino se diesen cuenta y se aprovechasen del don de la Eucaristía. Así, «desde los inicios de su vida parroquial, abría de par en par las puertas de la casa de Dios antes que ninguna otra casa del pueblo, para que todo el que por allí pasara, se diera cuenta de que los brazos abiertos del Corazón de Dios allí estaban esperando» (J. Campos Giles, El Obispo del Sagrario abandonado, 6ª ed., p. 246).


Hna. Mª Leonor Mediavilla, m.e.n.



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