domingo, 5 de abril de 2015

Domingo de Resurrección: No deis un sólo paso sin fe viva

¡Qué mañanita aquella la del Domingo de Pascua! De una parte los discípu­los..., ¡los hombres! encogidos de miedo, mordidos de la incredulidad y encerrados en un cuarto de Jerusalén, y de otra, las Marías, ¡las mujeres!, tomando la delantera al sol sin miedo a los guardias que el odio puso custodiando al Maestro, para volver a ocupar su sitio junto a Él!


Y cuando se ve ese contraste, ¡qué bien cae en el alma la largueza con que Jesús resucitado paga!

Sí, sí, ¡cómo os debe llenar el alma de agradecimiento, hasta hacerla rebosar, la donación de tantas primicias con que fueron honradas y agasajadas las Marías del Evangelio!

Para ellas la primera noticia de la Resurrección, para ellas la primera aparición, para ellas la dicha del primer beso en las gloriosas cicatrices de los pies, para ellas el honor de ser las primeras predicadoras de la Resurrección.

Y mezclados con esos gozos y enaltecimientos, ¡cuántas enseñanzas y cuántas lecciones ante el sepulcro vacío!



Cuando se os haga pesado, casi insoportable por dificulta­des de las cosas o de los hombres sosteneros junto a vuestro Sagrario-Calvario, acordaos de las primicias que os esperan, en cuanto llegue la mañanita de la Resurrección...

Por una paradoja, que a las veces se da en el corazón humano, las Marías iban al sepulcro con más amor que fe, y más diría, con mucho amor y ninguna fe.

Amaban al Muerto y no creían en el Resucitado.

Prueba de ello fue aquel ir a ungir al muerto, como si se hubiera que quedar en el sepulcro para siempre, en vez de irse a esperar su Resurrección.

Y todavía se quedaron más atrás en punto a fe los apósto­les. Encerrados en la ciudad y sobrecogidos de miedo, no tuvieron para los varios mensajeros que les iban llegando de la Resurrección más que esta triste palabra del Evangelio: «¡No creyeron!».

Quizás, quizás algo de eso os ha pasado a vosotras ante vuestro Sagrario-Calvario.

Vais a él porque amáis, es verdad, y porque amáis con ardor, con pasión, y dispuestas a remover cuantas dificulta­des se os presenten.

Pero dejadme que os diga que alguna vez se ha repetido en vosotras esa especie de paradoja de amor sin fe que se dio entonces.

Creéis menos que amáis; diríase que es más ardiente vuestro amor que viva vuestra fe.

¿Sabéis en qué lo conozco?

En la facilidad con que os quejáis del poco fruto, con que dejáis de ir, con que os cansáis de estar solas con Él, con que os tratáis de convencer de que allí no se puede conseguir nada...

Yo os aseguro que si vuestra fe en el que visitáis fuera de verdad viva, antes se gastarían las losas de los caminos que os conducen a vuestro Sagrario, que vuestros pies de ir y vuestra lengua de hablar y vuestro corazón de palpitar por Él...

¿Queréis que el gozo grande de la Resurrección os acompañe siempre, siempre en vuestras idas y venidas de los Sagrarios?

Ya sabéis el secreto. No deis un sólo paso sin fe viva.

No lo olvidéis: fe viva, constante.

¡Escasea tanto entre los que creen y aman!

(Beato Manuel González)

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